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La historia de Terror del Carnicero y Janet la Prisionera del Cartel de "Los Zetas"


Otra vez se les juntaron a Irma y a Janet tres días sin comer. El hambre y el encierro las hacen olvidar por momentos las otras fechas.

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Las otras formas de llevar un calendario de pesadilla que acumula rezos y plegarias para escapar de los Zetas hasta formar un rosario interminable de esperanzas y tristezas que se suceden una tras otra, sus días dejaron de ser números para convertirse en semanas sin bañarse, en meses de abuso sexual.

En noches de infecciones y cocaína para mantenerlas despiertas y muchas madrugadas cocinando y lavando la ropa ensangrentada de los “carniceros” -sus captores y dueños- cuando regresan de ejecutar y deshacerse de los migrantes que no pagaban las extorsiones para seguir su viaje hacia el norte.

Así miden el tiempo y así llevan sus vidas las dos centroamericanas (una salvadoreña y la otra guatemalteca) que se conocieron en un vagón del tren que iba a Tabasco. Luego se reencontraron en una de las casas de seguridad que los Zetas, o una versión al servicio de ellos, tienen en Coatzacoalcos, Veracruz, protegidas por policías locales y por redes de taxistas y gente comprada o amenazada en el negocio de la trata de personas.

La segunda vez que se vieron, el día del reencuentro en una de las casas que también atendían, las dos se prometieron que nunca se volverían a separar, que pasara lo que pasara iban a estar juntas para lo que fuera.

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Ese día Irma intentaba a tranquilizar a Janet diciéndole que muy pronto la virgen las iba a sacar de ahí, muy pronto.

“Que no… que va a ser Dios, va a ser Cristo el que nos saque”, le contestaba Janet y entonces comenzaba la pequeña guerra de fe entre las centroamericanas que habían salido de su tierra para venirse a trabajar a México o a los Estados Unidos, porque acá pagan mejor, les decían a los Zetas que las tuvieron cautivas durante meses en Tabasco y Veracruz, abusando de ellas, utilizándolas hasta hartarse de su presencia y perdonándoles la vida porque, de acuerdo con sus extraños códigos de conducta, con las mujeres no hay que meterse.

Esa guerra de fe tuvo momentos de derrota en los que alguna de las dos se rendía y terminaba por reclamarle indignada a Dios o a Jesucristo o a la Virgen de Guadalupe el abandono, el triste destino que les habían puesto seguramente por haberse salido de su país para buscar dinero y algo mejor para sus hijos.

Madres solteras, madres de adolescentes, madres e hijas de familias creyentes que en algún momento sintieron que las cosas andaban mal pero sin saber exactamente qué clase de infierno vivían, Irma y Janet sacaban fuerzas de la nada para aferrarse a una esperanza que iba y venía como los golpes y abusos contra ellas y decenas, cientos de migrantes secuestrados en las vías del sureste mexicano.

La única diferencia entre ellas y el resto de los migrantes detenidos y retenidos por los Zetas del sureste, es que salieron con vida de la pesadilla, aunque no sin haber vivido las amenazas, los golpes, las vejaciones, groserías, el hambre, las noches sin dormir, la tensión de no saber qué ocurriría la mañana siguiente, el dolor de ver la desesperación de los otros, el dolor de saberlos heridos, hambrientos y disminuidos una noche y tener luego la certeza de que esa había sido la última para ellos.

En esos instantes Irma le reprochaba a Cristo su abandono, el haberla olvidado y escuchar los rezos y súplicas de otros, no las de ella. La verdad es que no era necesario lanzar plegarias o llorar para ser escuchada.

Casi desde el principio de la pesadilla, allá, en su tierra, su mamá tuvo una revelación y supo que algo andaba mal con Irma. En sueños, su madre la vio en situación de dolor, de mucha pena y sufrimiento y supo que el viaje tan ansiado y planeado por su hija se había convertido en otra cosa.

Pero también en sueños Irma le hablaba y le decía para consolarla “no mami, acuérdate que dios habla en tiempo y en fuera de tiempo; a lo mejor te está hablando pero no es lo que estoy viviendo ahorita.”

No importaba, porque su madre sentía que las cosas estaban mal y formó entonces un grupo de oración para pedir por su hija que se había comunicado con ella una sola vez, a toda prisa, con voz agitada y con miedo. Tenía menos de una semana de haber sido capturada por los Zetas del sureste y solo alcanzó a decir que estaba bien.

En las siguientes semanas, los tratantes de personas, los secuestradores, siguieron con las amenazas y los abusos.

Kilómetro 35

Irma recuerda cómo los agarraron a ella y a otros 15 centroamericanos. El grupo era de unos 300, entre hondureños, salvadoreños y guatemaltecos, todos desperdigados entre las vías cerca de un pueblo al que acaba de llegar el tren.

Janet se unió al grupo grande cuando cruzó la frontera de México con Guatemala. Con sus ahorros compró un boleto de camión. Así fue como salió de San Salvador hacia la frontera con México el 25 de octubre.

Fue en busca de dinero para mandarles a su familia, a sus hijos adolescentes y a su mamá, a quienes mantenía con muy poca fortuna trabajando como estilista en la capital de El Salvador.

El 26 de octubre cruzó por una de las fronteras técnicas para iniciar una caminata de al menos seis horas hasta alcanzar a los grupos de migrantes que se iban juntando en el camino. El tren apareció sobre la vía y los centroamericanos fueron emergiendo de la maleza para subirse como mejor pudieran por los costados del tren.

Antes habían soltado los primeros 100 dólares de cuota para los polleros que iban surgiendo en el camino y les aseguraban así un lugar en el tren. Luego, conforme avanzaran en su viaje, los maquinistas y hasta los garroteros les exigían más dinero. Otros 150 pesos por cabeza para seguir arriba del tren o si no los amenazaban asegurandoles que no llegarían a su destino.

El resto del dinero se les iba en comida, agua, refrescos, cigarros. Como eran centroamericanos ilegales, los mexicanos les cargaban la mano dejándoles todo más caro y atendiéndolos de mal modo. Total, ¿ante quién se podían quejar estos ilegales?, ¿ante quién los iban a acusar?

El dinero se les iba como el agua comprando alimentos a la orilla de la vía, en su ruta hacia Coatzacoalcos, hacia Tamaulipas, hacia la frontera con los Estados Unidos, hacia donde la suerte los dejara llegar.

Y a la mexicana, como siempre hablan los señores por acá, los maquinistas y polleros arreaban a los migrantes entre mentadas de madre, pendejeándolos, amenazándolos y pincheándolos todo el tiempo para que pagaran, para que se apuraran a subir y dejaran de hacerse güeyes, como si no supieran de qué se trataba la cosa por acá, como si no supieran que si querían llegar al norte, al otro lado, pos había que chingarle y aguantar o de lo contrario se lo cargaba la rrechingada.

Así les hablaban desde el principio para ablandarlos y hacerles saber quién mandaba en este lado de la frontera. Cuidado se pasaran de listos o listas porque se quedaban en el camino, en tierra extraña y a la espera de lo que fuera, menos de su objetivo que era llegar a la tierra prometida.

Con menos dinero y medio asustados, los 300 subieron al tren que iba a Coatzacoalcos. Se repartieron en muchos vagones, como unos 30 o más, pero no adentro. Todos iban como viajan siempre los migrantes ilegales que vienen del sur, sobre los techos de los vagones o encima de las góndolas.

Cuando están allí, solo hay dos cosas importantes en sus vidas: no dormirse y tener cuidado de las ramas de los árboles, porque si se distraen seguramente una de ellas los tira y allá abajo los esperan las piedras, en el mejor de los caos, o los rieles y las ruedas filosas de las góndolas.

Piernas y brazos amputados o incluso cuerpos destrozados han sido durante años el precio que pagan los que se duermen allá arriba, los que acaban perdiendo la batalla contra el sueño mientras sueñan que llegan al otro lado.

Los que sí tienen dinero para pagar toda la ruta se ganan el privilegio de viajar adentro de algunos vagones. Allí es donde la gente se va conociendo a querer o no, y van soltando parte de lo que traen adentro y escuchan lo que otros les cuentan.

Que de dónde vengo, que de dónde eres, que si es la primera o la tercera o quien sabe cuántas veces se han ido, los han agarrado, los ha deportado y regresan a lo de los gringos, porque no hay de otra, acá la vida es dura, no hay dinero ni trabajo y de cualquier forma en todos lados la gente abusa de uno, aquí o allá, tu gente, mi gente los policías, los militares, los polleros, los patrones, los gringos, el que sea.

Donde quiera es igual. Si eres hombre, te madrean, te agarran a patadas, te buscan el dinero por todos, te amenazan, le llaman a tu familia, te extorsionan, te vuelven a madrear y si de plano no tienes para pagarles, se aburren, se cansan de golpearte y te dejan ir…o te matan. Así de fácil.

Si eres mujer, lo peor, porque no solo hay violencia física, no se conforman con madrearte o humillarte todo el tiempo y amenazarte y dejarte sin comer y obligarte con sustos y golpes a que le llames a tu familia en donde sea que esté, sino que además abusan de ti. Eso, solo al principio.

Te agarran de su pareja. Te violan. Te pegan. Todos te meten mano. No te dejan dormir. Si traes hijo, te lo quitan. Si vienes con novio o esposo, te lo quitan, lo golpean. Lo matan. Si vienes sola…

...La aventura de los migrantes terminó en el kilómetro 35 de la vía hacia Coatzacoalcos, Veracruz, cuando la máquina se detuvo en otro pueblo que nadie conocía pero que los marcó para siempre.

En ese sitio, como en otros que ya habían pasado, le gente del lugar, los mexicanos, no ayudan. Al contrario. Janet se daba cuenta de que mientras más tiempo estuvieran detenidos en los pueblos, la gente se molestaba y llamaba a la Migración para que fuera a la vía por ellos y los detuviera.

Así que si alguien tenía hambre o sed o se le ofrecía cualquier cosa, pues mandaban a uno o dos de los migrantes, los menos jodidos, los que más parecieran mexicanos, a las tienditas a comprar comida y refrescos. Y aún así la gente los miraba con sospecha de que no eran mexicanos y los trataban mal o de plano no les vendían nada.

La vía del tren pasa en medio del pueblo, pero no te puedes quedar ahí parado, porque la gente le habla a Migración, le habla por teléfono a Migración.

Entonces empezaron a caminar. Llegaron ahí como a las 10 de la mañana y empezaron a caminar para Coatzacoalcos, porque el tramo era muy largo y porque el tren se va llenando de gente conforme sube hacia el norte.

Viene mucha gente que ya ha pasado más veces. Entonces los maquinistas les dijeron que había llegado la hora de seguir a pie, que caminaran sobre la vía del tren. Se hizo entonces la caravana, una larga fila de gente que iba sobre la vía del tren y a los lados de ésta, en la maleza, entre las piedras.

Eso fue a las 10 de la mañana. Para las ocho de la noche, casi doce horas después, llegaban por fin a Coatzacoalcos. Allí a muchos la vida les cambió por completo.

Coatzacoalcos, la pesadilla

Esta gente tiene todo como muy planeado, como muy estudiado. Te hacen viajar en el tren, te cobran por todo, no te ayudan, te vas quedando sin dinero y cuando ya estas cansado y con hambre, te dicen que ya no hay tren, que tienes que seguir tu camino pero caminando, sobre las vías, y acabas peor, todo agotado, rendido, le contaba a Janet uno de los hondureños que ya habían pasado por las mismas hace meses hasta que fue deportado.

Los otros, le decía, los que te reciben en el último lugar donde llega el tren, te cobran 3 mil 500 dólares por llevarte directo a la frontera de los Estados Unidos, La verdad es que también es como una trampa. Te la juegas todo el tiempo porque igual y es cierto y sí te llevan por Matamoros o por Coahuila. Pero también te puede tocar la mala suerte de que no sean polleros y que en lugar de llevarte hasta el norte, te acaben dejando en alguna otra parte por ahí, al cabo que no conoces el país y no sabes ni en donde estás.

Janet escuchaba estas cosas pero estaba más atenta a saber si había manera de seguir hacia el norte o saber qué podía hacer porque ya no tenía dinero. ¿Cómo se iba a comunicar con su familia para decirles en donde estaba?

Los maquinistas y la gente de la vía en Coatzacoalcos se les acercaron. Les dijeron que ya estaban donde los habían mandado y que de allí habría gente para llevarlos a Matamoros o a Coahuila o a otro sitio para cruzar hacia los Estados Unidos. Claro, había que volver a pagar, y en dólares.

De cualquier forma solo los que habían viajado dos o tres veces y conocían la ruta sabían si estaban o no en Tabasco. La inmensa mayoría de los migrantes jamás habían hecho el viaje. Entre ellos estaban Irma y Janet.

La primera tenía planes para buscar trabajo en la ciudad de México y Janet pensaba llegar a los Estados Unidos para trabajar como afanadora, como mesera, en la siembra, en lo que fuera. La cosa era trabajar y mandar dólares a El Salvador para su gente. Ninguna tenía familia ni en México ni en Norteamérica.

El día en que las agarraron iban en grupos y tras el viaje, apeados a los lados del tren o apretados como reses en unos cuantos furgones. Era finales de octubre.

Los hondureños, que suelen ser mayoría en los grupos de migrantes ilegales que suben desde Centroamérica hacia México y luego, si la suerte y dios los acompañan, llegar a la frontera con los Estados Unidos, se separaron en grupos de 10 o 20 y hambrientos se acostaron a los lados de la vía para compartir algunas naranjas, algo de pan, lo que les iba quedando.

De entre los matorrales salieron varios hombres, unos cinco o seis, que caminaron lento junto a la vía. Iban como checando lo que había allí; la gente, cuántos eran, cómo estaban, cuántas mujeres y hombres eran y sobre todo si alguno se veía como con recursos, si traía teléfono celular, si llevaba zapatos o ropa de mediana calidad y si había “güeritos” o “güeritas” entre los migrantes.

Los hombres siguieron su camino recorriendo la vía. Se tomaron su tiempo porque sabían muy bien que el siguiente tren llegaría en unas tres o cuatro horas. Unos treinta minutos más tarde regresaron a donde estaban Janet y los hondureños.

Al acercarse al grupo les preguntaron si viajaban para el norte. Querían saber para dónde iban y si ya tenían guía. Desconfiados, Janet y el grupo les contestaron que algunos ya tenían guía y que otros se moverían por su cuenta porque ya conocían la ruta.

Los hombres sonrieron y les dijeron que estaba bien, pero que si les hacía falta allá adelante estaban los guías y que ya sabían que llevarlos a todos a la frontera les iba a costar un dinero más, pero que sin guía nomás no iban a llegar.

Ahora que, si querían llegar más rápido al norte, les iba a costar otros 3 mil 500 dólares, pero con la pequeña gran diferencia de que ya no iban a viajar en tren, sino en camionetas. Más cómodos, más rápido, directitos hasta las garitas o hasta el otro lado.

No, pues no tenemos ya más dinero, les dijeron Janet y los otros a los señores que andaban revisando el lugar. “Ya se nos acabó todo y no hemos comido. Además, por eso venimos en el tren, porque nada más nos queda para pagar el tren.”

Uno de los tipos, con playera negra, se les acercó como medio amistoso y les preguntó si ya conocían la casa del migrante que esta por ahí cerca, que en ese lugar la madre podía atenderlos bien ya que venían en malas condiciones, con hambre y sin dinero.

Le dijeron que no, que no conocían la casa esa. Se ofreció a llevarlos pero nadie se fue con él, en parte por temor, pero sobre todo porque los de la vía les acababan de decir que el siguiente tren que iba hacia el norte llegaría en un rato más.

Está bueno, les contestó el de la playera negra y se fue con los otros por la vía y luego hacia unos matorrales.

Cansados, vencidos por el hambre y el sueño, los migrantes se dividieron en grupos para dormir unas horas, esperar el tren o subirse a las camionetas de los señores como ya lo habían hecho unos cincuenta hondureños.

Y así, divididos, tirados al lado de la vía, le venció el cansancio y después, el miedo. Eran como las once de la noche cuando sintieron las patadas en las piernas y los culatazos en el cuerpo.

¡Órale cabrones, párense… órale, muévanse ya hijos de la chingada…arriba ya! Les gritaban los mismos tipos que minutos antes caminaban tranquilos sobre la vía revisando a la gente, contando a los migrantes, checando cuántos podrían caer.

...Pero esta vez iban armados con pistolas y rifles, golpeando y despertando a los que apenas acababan de cerrar los ojos o a los que tenían rato dormidos. Los únicos que no hacían ruido y a los que no golpeaban eran unos 15 o 20 que venían en el tren desde la frontera. Con esos nos se metían los señores armados. Eran de su grupo, porque cuando comenzaron a subir a la gente en las camionetas que traían, ellos los ayudaban y decían quienes iban en qué carro.

A los que trataban de escapar los alcanzaban y en la hierba los golpeaban durísimo, con palos y con rifles y ahí les quitaba su dinero y los arrastraban y los subían de todos modos. A uno o dos les disparaban y Janet y los migrantes no sabían qué había sucedido con ellos, pero lo imaginaban porque no los volvían a ver.

Entre el escándalo de la persecución a los migrantes, el grupo de Janet se dio cuenta de que había más camionetas con gente detenida, con migrantes levantados a la mala por los de la camiseta negra.

Ellos se quedaron ahí, y los subieron a las camionetas. Era una camioneta cerrada, una negra, y la otra era abierta tipo pick up. Allí la subieron y los acostaron en la cama del carro y les decían que no fueran a levantar la cabeza porque les iba a ir mal.

Cuando ya iban en un camino de terracería, los de las playeras negras les revisaron las bolsas, las mochilas, todo lo que traían mientras los seguían pateando y encañonado con las pistolas.

A las mujeres las revisaron y también les metían mano en todas partes para encontrarles el dinero. Lo hallaron y se los quitaron de inmediato. Janet era una de las pocas migrantes que traía consigo su cédula de identificación de El Salvador, el Documento Único de Identificación (DUI)

Pensaron que era dinero pero cuando vieron que era otra cosa se lo dejaron. Así estaban las cosas cuando vieron sobre la carretera, en dirección a ellos, las luces de dos patrullas. Entonces se sintieron seguros, al menos con esperanza.

Uno de los jóvenes que había sido subido a la camioneta se armó de valor y alcanzó a levantarse para hacerle señas a los policías. “Ahí vienen, ahí vienen”, les decía a los que estaban acostados.

Los de la playera negra se dieron cuenta de lo que ocurría y simplemente se inclinó para decirle “ni te alegres…estos están con nosotros”.

Cuando les decía estas cosas, una de las patrullas se acercó a la pick up y sus ocupantes echaron un vistazo al cargamento. Saludaron a los de negro y siguieron por la carreta como iban. No pasó nada. La alegría de ver a luz de la torreta duró unos instantes. Las pick up siguieron su marcha con los migrantes encañonados y tirados en el piso de la camioneta.

“Ay güerita, qué vamos a hacer contigo”

Cerca de la medianoche, Janet y el grupo con el que la habían detenido los plagiarios llegaron a la primera de las casas de seguridad de Coatzacoalcos, controladas por células de criminales pagadas por los Zetas.

Los llevaron a la casa en donde había dos mujeres más que ya tenían tiempo con los de las playeras negras. Las mujeres ya sabían lo que tenían que hacer. Les ordenaron a los migrantes que dejaran en el piso las maletas, las mochilas y las bolsas, todo lo que traían consigo y que se juntaran y se sentaran todos en uno de los cuartos de la casa.

Mientras se acomodaban, las mujeres les vaciaron todo en una nueva búsqueda de dinero, de cosas de valor y referencias para comenzar a extorsionar a las familias de los ilegales.

Ordenaron que las maletas las pusieran en un solo lugar, porque no podíamos tenerlas cerca. Entonces comenzaron a interrogarlos y a golpearlos de nuevo porque ya había llegado la hora de que dieran sus números de teléfono, de que soltaran alguna referencia en su país o en México en los Estados Unidos para comenzar a sacarle dinero a sus parientes.

Janet estaba cerca de una de las paredes de lo que era la sala de la casa de seguridad. Desde ahí veía entrar y salir a los de negro con sus armas y con palos. Entraban para amenazar primero a los migrantes, y luego, conforme se negaban a dar sus números de teléfono o alguna referencia familiar para la extorsión, para golpearlos.

A algunos de plano los sacaban al frente de la casa para seguir con los golpes, pero terminaban por llevárselos a otro lado porque luego ya no se les volvía a ver. Esa fue la parte de la pesadilla que Janet conoció después por boca de uno de los “carniceros” de los Zetas.

A ella todavía no le tocaba el castigo, pero mientras veía lo que sucedía y trataba de entender a donde habían caído, vinieron a su mente los recuerdos y los planes que ella y su familia se habían trazado hace meses.

El plan era que me quedara trabajando en la frontera un tiempo mientras se reunía el dinero para pasar al otro lado. Ella sabía que su familia no tendría cómo responder si esta gente les llamaba y les exigía dinero, sobre todo en dólares.

Entonces le llegó su turno. Uno de ellos se le acercó. “A ver güerita, tú, ¿de dónde eres?, ¿a qué número le hablamos a tu familia?”

Entre el miedo y la confusión, porque mientras les preguntaban a unos iban golpeando a otros, Janet hizo como que no entendía de qué se trataba y no les decía nada. Antes de recibir los primeros golpes fue insultada de todas las formas posibles. “O nos dan los números por las buenas o nos los van a dar por las malas”, les decían los secuestradores.

Para meterles más miedo les gritaban en la cara y les mostraban sus armas: “¡Ustedes escojan cómo le van a hacer para darnos los chingados números, porque aquí nosotros somos los dueños, somos los que mandan en la tierra… Nosotros fuimos y venimos del infierno y sabemos cómo hacer las cosas… No le tenemos miedo a nada ni a nadie…Ustedes no saben quiénes somos, cabrones!”

Poco a poco, los que tenían número a dónde comunicarse en sus países comenzaron a darlos y ellos a decirles cómo tenían que hablar y qué debían decirle a sus familiares.

Para los que soltaban primero la información no había tanto golpe, pero los que se tardaban y luego acababan por reconocer que sí tenían quién respondiera por ellos, la pasaban muy mal. Con ellos se ensañaban porque se habían querido pasar de listos. ¿Creen que somos sus pendejos?, les gritaban mientras marcaban a sus casas y les daban golpes para que no se fueran a equivocar a la hora de hablar.

Janet aguantó largo rato. Uno de los que venía en el grupo le dijo como hacerle, porque él ya había pasado por eso antes. Hazte la dormida y cuando se acerquen a ti, no te despiertes y se van a seguir con los otros. Aguántate así lo más que puedas y la vas a librar, le decía el muchacho y eso hizo ella.

Aguantó lo más que pudo. Se hizo la dormida. Medio se despertaba cuando la sacudían pero con tanta suerte que cuando iba como abriendo los ojos, otro u otra daban señas de que finalmente sí soltarían sus números.

Así se estuvo mucho tiempo hasta que la suerte se le acabó. Y otra vez, a ver tú, güerita, a ver, danos tu número de tu gente, de tu familia, ándale, párate. Ya no pudo aguantarse más porque sabía lo que le pasaba a los que no cooperaban. Los nervios le ganaron. Trataba de acordarse de algún número, sí se lo sabía pero nomas no le llegaba a la mente.

“Órale güerita, no te hagas pendeja y ya danos el número… Alguno tienes que traer, de alguno te debes de acordar, ándale ya”, le decían. Luego de un rato regresaron con ella porque estaban con la otra gente, checando sus llamadas y amenazando a la familia y diciéndoles que si no pagaban su pariente iba a sufrir más.

“A ver, ora sí güerita, ¿ya te acordaste? A ver…” Janet les dio el numero de un teléfono celular que tuvo hace tiempo pero que le habían robado en El Salvador. Les dio ese número porque sabía que nadie iba a contestar, porque no quería darle angustias a su familia y además estaba sola, no iban a poner el peligro a sus hijos o a su mamá.

Los de negro se llevaron el número y llamaron varias veces. Como a la hora regresaron con ella para regañarla: “hay güerita, qué vamos a hacer contigo, porque nadie contesta, nadie responde”. Ella nada más se les quedaba viendo, como diciéndoles ¿qué quieren que haga?.. (no les voy a dar nada)...

...Les contestó que ese era el único número que tenía, que era el de su mamá y no había otra forma de comunicarse allá. El tipo la miró y tranquilo, hasta sonriente, le dijo que estuviera lista, que intentarían la llamada más tarde. Otros dos de negro entraron al cuarto para vigilar a la gente que todavía no daba sus números.

Así pasó más de un día y medio, con los migrantes sin comer, sin bañarse, sin poder tocar sus maletas para cambiarse de ropa o buscar una comida. No los dejaban hacer nada pero las amenazas, los insultos y los golpes no paraban.

Fueron horas de miedo y de llanto constante. Al otro día, el mismo tipo que le había dicho sonriendo que repetirían las llamadas fue a verla y le dijo lo mismo. “¿Qué vamos a hacer contigo?, nadie contesta ese teléfono.

–Solo tengo ese, le volvió a decir ella.

–Me dicen que tu ibas a trabajar a los Estados Unidos, pero ¿cómo, si no tienes a nadie allá?

–Pues yo no tengo familia en Estados Unidos, por eso me iba a quedar primero acá, en México.

El tipo se irguió, la miró un instante y con sus palabras le volvió a cambiar la suerte y la vida a la mujer…para bien y para mal.

“Mira, se nos acaba de ir la cocinera, entonces te propongo que trabajes de 22 días a un mes con nosotros y te dejo libre o te dejo en la frontera”, le dijo el hombre.

No había de otra. Era eso o… nada. Janet le dijo que sí, que estaba bien. Bueno, le dijo él, agarra tus cosas y te vas a otro lado donde ya te están esperando.

¿Tú sabes quiénes somos?

Salió de ahí a la media noche en una de las camionetas, con varios de los de negro armados y muchos migrantes amontonados en la caja de las pick up, algunos ya conocidos porque se había venido con ellos en el tren.

Cuando llegaron a la casa los bajaron luego luego de la camioneta y a ella la mandaron de inmediato a la cocina para que comenzara a atender a los secuestradores, que esa noche andaban muy atareados y trabajando mucho. Andan de “carniceros”.

Ya en la cocina la llamaron y le dijeron, te vamos a decir cuáles son las reglas aquí; que tenía que preparar dos comidas al día, una a las 10 de la mañana y otra a las 8 de la noche; que estaba prohibido hablar con los demás migrantes; que no estaba permitido y prohibido llorar; que a gente secuestrada ahí no tenía que darse cuenta de su acento; que tenía que tratar de simularlo y parecer mexicana del sur.

El que mandaba allí llamó al que estaba en la cocina y se lo presentó a Janet. Ella se va a hacer cargo de todo, le dijeron a él. Luego, el que era el jefe de esa casa le dijo que se subiera a la recámara y se acostara con cuidado en una cama para que descansara un rato.

Subió y en la penumbra sintió la cama muy rica y se acomodó rápido pero entonces descubrió que había otra mujer dormida de espaldas a ella. Era la novia o la compañera del jefe de esa casa. El sueño la venció y durante tres horas el cuerpo se le fue mientras el movimiento de migrantes y secuestradores continuaba en el lugar.

Cuando más profundo dormía, el jefe subió para despertarla y decirle que se bajara a la sala porque ya se había desocupado un sillón y la cama era de su mujer, la que estaba de espaldas a Janet. La salvadoreña no pudo dormirse otra vez. Al ratito amanecía y con la luz clara vio los rostros de los migrantes y los reconoció porque venían con ella en el último tren que habían alcanzado.

Con uno de ellos platicó tantito y él le preguntó que qué hacía allí, que por qué la habían dejado dormir arriba y luego en el sillón. Janet le explicó rápido que así era como ella tenía que pagarles a los tipos esos, cocinando y lavando, porque no tenía dinero y porque ellos le exigían mil dólares para dejarla libre.

Entraron por ella para decirle que se bañara y se arreglara porque iba a salir con ellos de compras para abastecer la cocina. Un taxi, de los muchos que trabajan para ellos, los llevó al súper mercado Chedraui. En el camino le recordaron a Janet las reglas del lugar y le agregaron más cosas; prohibido platicar con la gente en la tienda, prohibido separarse de ellos y sobre todo, que actuara lo más normal posible.

El miedo comenzó a apoderarse de ella porque se dio cuenta de que no conocía las cosas que le pedían en la lista. No sabía qué cosa era un chayote (en El Salvador les laman huisquil) y otras verduras y frutas. Le entró más miedo porque no le habían dejado dinero y además, por unos instantes, los había perdido de vista.

Me van a dejar aquí sin dinero o me van a acusar con la policía de que me ando robando las cosas, pensó, pero cuando estaba cerca de las cajas, se le aparecieron al momento de avanzar y quedar sola ante la despachadora.

Poco a poco Janet se les fue haciendo indispensable a los de esa casa de seguridad. Preparaba los alimentos, les arreglaba la ropa y le daba de comer a los migrantes que le ordenaban atender. También, cuando había reuniones de los jefes de las otras casas, ella les preparaba la comida y la bebida y se las llevaba a donde estaban.

Anduvo en varias casas apoyando a los jefes cuando era necesario. Así fue como conoció a Irma en una de las casa, y así también descendió más a la pesadilla cuando uno de los jefes la quiso para él en una de las casas.

Dos lazos fuertes pero muy distintos surgieron de su paso por esa casa; la amistad a prueba de todo con Irma, y el inicio de la degradación, el horror y la paranoia a manos del “carnicero”, el Zeta que disponía de la vida y la muerte cuando le daba la gana.

Al “carnicero” se le fue la mujer al poco tiempo de que Janet había llegado a la casa de seguridad. Sin compañera en la cocina y en la cama, tomó de inmediato a la salvadoreña y en los primeros días la violó mientras la amenazaba y golpeaba para que no se le ocurriera escapar.

Poco a poco fue sometida a toda clase de vejaciones sexuales mientras los hombres de las otras casas de seguridad usaban esa para reunirse y preparar los “operativos” nocturnos en busca de migrantes o deshaciéndose de ellos.

Una noche de mucho movimiento, de ir y venir de los de negro con sus armas y camionetas, Janet supo exactamente en qué consistían los operativos.

La gente de la casa se iba ya organizada en grupos, en las camionetas, hacia sitios lejanos, porque regresaban hasta la madrugada del otro día cansados, con mucha hambre pero sobre todo con la ropa toda manchada de sangre y oliendo a gasolina.

A ella le tocaba lavar esa ropa y en varias ocasiones descubrió partes de la tela que estaban quemadas y otras con lo que parecían ser pedazos de carne quemada.

Al jefe se le había ido la mujer y como veía que Janet era callada y no hablaba ni se metía con nadie, comenzó a tenerle confianza y a acercarse para decirle cosas.

Una tarde, cuando ella acababa de limpiarle el cuarto, él la llamó. “Güerita, ven, acércate, quiero hablar contigo”, le dijo mientras ponía una canción en un aparato de sonido. Era un corrido sobre los Zetas. El tipo tomaba todo el día, todos los días. Era raro verlo sobrio. Además, se metía cocaína cuando salía de operativo.

Le pidió a Janet que escuchara con atención el corrido que hablaba de los Zetas. Cuando la canción estaba terminando, él la miró y le dijo, ahora sabes quienes somos, ¿no?

“Ya es hora de que vayas sabiendo quiénes somos y qué hacemos, por qué la ropa que lavas está manchada de sangre…”

–No, yo no sé.

–Yo soy un carnicero…

–¿Si?, ¿y a qué horas trabajas?

–Ay güerita, en serio que eres bien inocente.

–En mi país un carnicero es la persona que trabaja para la carnicería, la que corta la carne de res, la que te vende carne de puerco…

–Mira güerita, te explico…

Y el hombre le dice que ella ya vio a la gente que tienen esposada en las casas de seguridad, a la gente que está más golpeada y amarrada.

Mi trabajo, le dijo, “es hacerlos pedacitos, meterlos en un barril metálico y echarles gasolina para desaparecerlos. Eso hago, eso hace acá un carnicero.

Janet lo escuchaba y le venían a la mente las caras y las voces de los migrantes que ella había conocido en el tren y que luego vio en las dos primeras casas de seguridad en Coatzacoalcos y comenzó a llorar al oír lo que los jefes hacían en los operativos esas noches...

...–No vayas a creer que es fácil tener un puesto así…se tienen que pasar muchas pruebas para que el jefe te vaya viendo y te dé la oportunidad…las pruebas consisten en saber darle el tiro de gracia a tal número de personas; ah violar a tantas mujeres y tener como cierta capacidad para aguantar droga y poder trabajar drogado, sin perder la compostura.

El hombre le dice que además todo esto hay que hacerlo delante del jefe para que vea que es cierto y lo tome en cuenta, porque lo importante es que se vea que hay sangre fría para hacer las cosas.

Pero tú no te preocupes, a ti no te voy a hacer daño. A los otros sí, porque de eso se trata, de que sepan quién manda aquí, le dijo por último a Janet.

De poco sirvieron su protección y sus promesas. Cuando no estaba, dos de los soldados que se quedaban a cuidar la casa, se turnaban para violarla cuantas veces les daba la gana. Por eso duraron poco en ese sitio.

En la siguiente casa las cosas cambiaron de nuevo. Ahora los operativos eran más seguidos y para que Janet aguantara el paso y estuviera siempre lista y atenta para servirlos cuando se necesitara, la obligaban a consumir cocaína y mariguana.

Ella les preparaba la comida y les subía las cervezas en las reuniones. Se fue enterando de cada paso y de la forma de trabajar del grupo. Conoció casi todas las casas de seguridad de Coatzacoalcos y de otros sitios cercanos porque se había ganado la confianza de ellos y unos la piden para que se quede unos días a cuidar y cocinar.

En una de las casas conoce a Irma, la muchacha guatemalteca con la que se identifica y hace contacto a través de la religión y de la esperanza de que algún día dios o la virgen de Guadalupe o Jesucristo las escuche y les retire el castigo que las tiene en esa situación sin saber por qué.

También se encuentra con “Pajarito”, un carnicero de otra casa que estaba esposado y muy golpeado en uno de los cuartos de arriba. ¿Qué te pasó pajarito? ¿Qué hiciste?, le pregunta Janet cuando lo reconoce al llevarle un plato de comida.

“Hice algo mal, algo que salió mal y el jefe me castigó”, le dijo a la salvadoreña mientras trataba de acomodarse en el piso con las esposas en las muñecas y la cara golpeada.

En los siguientes días uno de los migrantes es el que se muestra más inquieto y decidido a escaparse de allí. Ella lo conoce porque ha estado en otras casas y además la escuchó hablar y descubrió que ella no es mexicana, que ya lleva tiempo sirviéndole a los Zetas y que seguramente conoce la manera de huir de ahí.

Janet se daba cuenta de la situación y se ponía muy nerviosa, porque el muchacho la buscaba, trataba de hablar con ella y le pedía que lo ayudara a escapar y ella se negaba y le decía que no podía hacer eso.

Una tarde en que otra muchacha había sido llevada a la misma casa para ayudarle a Janet a lavar platos y hacer comida, el migrante esposado se decidió a escapar. Esperó a que la muchacha saliera al patio a lavar la ropa y entonces la atacó golpeándola con las esposas. La derribó y como pudo se brincó la barda del patio y cayó del otro lado de la calle.

Los vecinos de la casa de seguridad vieron lo que pasaba, vieron a un hombre brincarse la barda, mal vestido, sucio, golpeado y con las manos esposadas y llamaron a la policía. En minutos los patrulleros llegaron al lugar y atraparon al migrante. Pero las cosas no quedaron ahí.

El centroamericano les dijo que en tal casa había gente secuestrada, que eran migrantes pero que sus secuestradores eran Zetas. Un amplio operativo policiaco cayó sobre esa y otras casas de seguridad, pero para cuando la policía se estaba acercando a los domicilios, los carniceros, los soldados o sicarios y los migrantes ya habían huido hacia una bodega para evitar la captura.

En ese sitio vuelve a encontrarse con Irma, de quien no se separaría ya más.

Rosas y espinas.

En diciembre de 2008 Janet e Irma seguían en la misma bodega a la que habían llegado tras el desmantelamiento de las casas de seguridad.

El 12 de ese mes, el Día de la Virgen de Guadalupe, los jefes les avisaron que todas las mujeres debían estar arregladas porque iban a acompañarlos a una fiesta. Para Janet se trataba solamente de exhibirlas como sus trofeos, de sacarlas para lucirse con la gente del lugar.

El lugar de la fiesta tiene un gran cuadro de a Virgen y hay que pasar enfrente de ella y a dejarle una rosa. Parte de la ceremonia cosiste en dejarle encendida una veladora, pidiéndole un milagro.

Pero Janet, que es cristiana, se niega a pasar a dejar la veladora y recibe una cantidad de groserías por rehusarse a seguir el rito. “Yo no voy a pasar porque yo no creo en eso”, les repetía y ellos y ellas se enojaban más por el desaire.

Le dicen que ella escoge que es lo que va a pasar, y que ellos saben que pueden hacerle a ella. Entonces, le dicen, tú eliges ir o negarte. Ya sabes lo que se te espera, le advierten.

Una de las muchachas le dice que tiene que pasar y dejarle la rosa a la Virgen, pero Janet insiste en defender sus creencias y negarse porque ella es cristiana. La presión la hace llorar y entonces uno de los jefes la agarra de la cintura y abrazándola le dice “vente”, y pasa con ella delante de la Virgen de Guadalupe.

Toma una rosa del florero grande que estaba ahí y se la pone en la mano a ella al tiempo en que le aprieta la mano para que las espinas se le claven. “¿Ves?, eso te pasa por rebelde”, la dice el jefe. Luego le pide que cierre los ojos y pida un deseo, y ella le dice que no va a hacerlo, pero él insiste y le dice que él va a pedir el deseo por ella: “ojalá que la güerita sea mi esposa”, suelta en voz alta.

La noche de la mañanitas a la Virgen de Guadalupe terminó mal para todos. El jefe les había ordenado a los “carniceros” que no se retiraran antes de las seis de la mañana. Cosas de él, ideas que luego le entraban. Pero solo unos obedecieron la orden y la cosa acabó en pleito porque se empezaron a ir con las mujeres.

Días después, el jefe y otros del grupo llegaron a la bodega y le ordenaron a Janet que se arreglara porque iban a salir a un sitio. No le dijeron a dónde ni por qué. Todas las imágenes de los migrantes golpeados, humillados, disminuidos a nada y subidos a las camionetas de los de negro se le vinieron a la mente de inmediato, porque lo que seguía eran las madrigadas de operativos en rancherías, en carreteras, en las montañas cercanas a las vías del tren.

Lo que seguía eran los cuerpos descuartizados, “cortados en pedacitos”, y luego apretujados en tambos de metal a los que llenaban de gasolina y les prendían fuego para que no quedara rastro de nada. ¿Para qué se le llevaban los jefes? ¿A dónde iban que no le querían decir nada?, pero lo más curioso, ¿por qué tenía que ir arreglada?

No tenía opción. Se arregló como pudo y subió a la camioneta, llena de miedo, tensa, sin prestar atención a la música de banda de la radio o a los chistes de los de negro. Unos minutos después, la camioneta se detuvo en una zona habitacional y el jefe volteó a verla para preguntarle ¿a ver güerita, ¿Qué te parece?, mientras le señalaba con la mano una casa grande con letrero de Se Vende.

“Pues, ¿qué me puede parecer?”, le contestó. El jefe comenzó a reír y le dijo que el dueño de la casa estaba por llegar en unos días y que era muy importante, porque la iban alquilar y la casa quedaría a su nombre, a nombre de ella. Y así fue. En menos de una semana se hizo el trato.

Janet dio apellidos falsos y uno de los de negro le dijo al dueño que ella era su esposa, que se acababan de casar y necesitaban la casa para empezar sus vidas con la familia de él. La verdad es que así se fueron haciendo de nuevas casas de seguridad, con nombres y datos falsos, rentándolas para familias que no existían.

La casa se quedó como oficina y punto de reunión de los jefes Zetas. A ella la llevaban ahí de vez en cuando para que atendiera a los que manejaban las otras casas.

Pero desde la captura del migrante aquel que estaba esposado, desde el desmantelamiento de las otras casas de seguridad, las cosas se descompusieron.

Los jefes se juntaban en la casa nueva pero las reuniones eran cada vez más desordenadas, no hacían acuerdos o cosas como antes. Janet e Irma se daban cuenta de que los pleitos eran constantes y algo más: al final, ninguno de los carniceros, si acaso dos o tres, hacían lo que se les ordenaba.

Cada quien jalaba por su lado y los policías ya no los protegían como antes, porque la autoridad estaba sobre ellos también, investigando quiénes eran los que tenían vínculos con los de negro, con los Zetas del sur.

Por si fuera poco, al jefe de todos ellos lo sacaron de Coatzacoalcos luego luego, cuando cayeron algunos de los carniceros después de que el muchacho se brinco la barda. Entonces no había nadie que los coordinara a todos, que se impusiera y metiera el orden.

¡Agarren sus cosas!

Los migrantes eran trasladados de casa en casa, sin mucho control, a cualquier hora, no como antes que todo se hacía en la noche, en la madrugada.

La vida les dio un vuelco de nuevo una noche, la última, nublada y fría, en que ese grupo de carniceros salió de operativo llevándose a 25 centroamericanos quien sabe a dónde. Entre los migrantes solo había cuatro mujeres y un hombre que estaba amarrado y golpeado.

Cerca de las 10 de la noche los de negro llegaron a la casa y subieron a una parte de los migrantes a las camionetas. El primero en perderse entre las sombras de la lona en la pick up fue el que estaba amarrado y golpeado. Entonces se fueron en las camionetas. La cosa iba para largo. Janet se dio cuenta de que era noche de carniceros.

En la casa se quedaron varios carniceros y en el cuarto grande dejaron a un soldado para cuidarlos a todos, un vigilante que acaba de entrar a la organización como guardia. Pero resulta que éste venía de otras dos noches de operativo y estaba tronadísimo, muy cansado, y se quedó dormido tan pronto se fueron los de las camionetas.

Esos eran los instantes en que Janet e Irma podían aprovechar para bañarse, para estar un poco más tranquilas. Ya habían acabado de arreglarse. Irma se recostó y se quedó dormida. Janet escuchó algo en una de las ventanas...

...Una mujer, una señora que vivía cerca de allí estaba tirando piedritas al vidrio en donde se alcanzaba a ver un poquito de luz, ya que todas las ventanas estaban forradas con periódico o papel aluminio para que no se viera hacia adentro y nadie supiera si había alguien ahí.

–Irma, despierta…despierta…algo está pasando.

–¿Qué?

–Una señora está tirando piedras a la ventana…mira…ven

–¿Cómo?, ¿a poco?

Las mujeres se asoman apenas por un huequito de la ventana forrada y alcanzan a ver a la señora lanzando piedritas y haciendo señas. Janet alza un poco más la mirada y ve las luces de la policía. Irma se acerca y le dice ¿ya oíste?..las sirenas. Sí, te digo que algo pasa, le repite Janet mientras la señora sigue con la piedritas y se mira como muy apurada.

Será por el miedo, por la costumbre de estar con ellos día y noche, semanas y meses, pero la reacción de Janet fue a despertar a uno de los carniceros que estaba dormido en la casa para decirle que algo estaba pasando afuera.

Pero él esta mas dormido que despierto, y amodorrado le dijo “tranquila no pasa nada”. Ella le volvió a decir que algo estaba sucediendo afuera…”afuera está la policía”, pero ni así hizo caso.

El ruido aumentaba y las sirenas sonaban más cerca. Janet salió al patio y atravesó hasta llegar a la bodega donde estaban dormidos los migrantes. Tocó el portón y uno de los migrantes le abrió asustado.

–¿Dónde están los que te cuidan?

–Ahí está, nada más es uno y está dormido.

Janet y el migrante se dieron cuenta de que las sirenas estaban ya a unas casas de ahí. La salvadoreña se armó de valor y se acercó a despertar al soldado para avisarle, pero pasó lo mismo que con los carniceros.

Se regresó a la casa y cuando subía las escaleras para buscar de nuevo a los carniceros, estos bajaban a toda prisa juntando papeles y las listas con los números telefónicos de los migrantes, los pagos hechos, los pagos pendientes, la ubicación de las otras casas y el rol de pagos y los nombres de los Zetas del sur.

El jefe de esa casa le dijo “güerita, agarra tus cosas porque nos vamos ya…apúrate.” Le dijo también que Irma tenía que ayudarle a echar en una maleta las libretas con la información, porque no podían dejar nada ahí, nada que los delatara.

El alboroto era enorme en la casa. El ir y venir de los carniceros y de los migrantes hizo más confusión. Nadie se ponía de acuerdo sobre quiénes se iban con quién en las camionetas que estaban afuera.

En esa discusión estaban cuando el jefe y los carniceros agarraron la primera camioneta en la que ya habían echado los papeles, y se fueron a toda velocidad. Sólo quedaba uno de los cocineros y éste discutía con Janet.

–No te voy a llevar, no te puedo llevar porque tú sabes mucho, has visto muchas cosas y si hablas, tu lengua te va a matar y nos vas a meter en problemas…

–No me puede dejar aquí…no me deje, -le dice Janet, que se quiebra del llanto y le insiste-.

–Nos vas a meter en problemas si hablas…

–No voy a decir nada, me voy a quedar callada, nunca he dicho nada…nunca voy a decir lo que vi ni lo que pasó…

El hombre jaló del brazo a Janet y le ordenó a Irma quedarse en algún lugar de la casa. Salieron por el portón y caminaron hacia el pueblo, que estaba a unos cincuenta metros de ahí. Comenzó entonces una lluvia maciza, con rachas de viento frío que calaban la piel.

Caminaron a toda prisa y hasta la tienda que estaba en un callejón. Se detuvieron y escucharon más ruido, vieron las luces de las patrullas y alcanzaron a oír golpes en la puerta grande. Él se metió a la tienda y pidió dos cervezas. Se tomó una como si fuera agua y fue a donde estaba Janet. Los dos vieron desde la entrada a los migrantes salirse de la casa brincando las bardas, corriendo hacia las sombras en medio de la lluvia.

No había nada que el carnicero pueda hacer. Estaba solo. Vieron correr a los migrantes por todas partes y a la policía acercarse a la casa. Se metieron a la tienda y le ordenó de nuevo a Janet que se tomara la cerveza.

En la otra esquina de la callecita un taxista observaba todo lo que ocurría pero no se atrevía a acercarse. Era de los que trabajan haciéndole coberturas a los Zetas en Coatzacoalcos. El carnicero lo reconoció y lo llamó para que le hiciera un servicio largo. El tipo dudó un instante pero no tuvo salida. Se lo estaba ordenando un carnicero y sabía bien de lo que eran capaces.

El carnicero y el taxista hablaban en cortito para que ellas no se enteraran. Luego hizo varias llamadas desde su celular y después le dijo a Janet que se subiera al taxi.

El resto de la noche, se convirtió en otra pesadilla o en una extensión de la misma en la que Janet no imaginó que se podía caer más bajo y vivir minuto a minuto con el miedo en los huesos, en cada exhalación, mientras el cuerpo y la mente se hundían a cada minuto que pasaba.

“Si quieres, aquí mismo te mato.”

El taxi recorrió sin luces las calles del pueblito y llegó al otro extremo, para luego ir sobre un tramo de carretera y dejar al carnicero y a Janet en un bar que también era punto de venta de cocaína y mariguana, un prostíbulo de ficha en el que el hombre le dijo a la salvadoreña que como no traía mucho dinero y él tenía sed, ella tendría que ofrecérsele a alguno de los que iban a tomar para pagar la cuenta.

Ya todo estaba arreglado. Le dijo que fuera a hablar con una de las muchachas que estaban ahí para que le explicara en qué consistía la ficha, para saber cuánto y cómo se cobraba. La explicación duró menos de cinco minutos. Janet le dijo que entendía todo y la muchacha la llevó con un cliente para que empezara a fichar, mientras el carnicero se sentaba y pedía la primera ronda de cervezas.

Janet se quedó en la mesa con el señor, que ya estaba bastante borracho y algo le decía a ella con insistencia y hasta usando señas, pero nada, el tipo no quiere nada. Como no se veía que hubiera acción, el carnicero se acercó para ver qué pasaba. Nada, le dijo Janet, este señor no quiere nada, no llegamos a nada.

Entonces el Zeta se enojó bastante y comenzó a insultarla y a amenazarla. Le dijo que si el dinero que llevaba no le alcanzaba para pagar la bebida, ella se tendría que quedar para pagar la cuenta. Al final, el carnicero pudo pagar las cervezas, pero ya estaba muy molesto y harto de andar jalando de allá para acá con Janet. Llamó al mismo taxista para que los recogiera y los llevara a una de las casas de seguridad.

En el camino, encabronado, el carnicero comenzó a manosearla y a querer abusar de ella, pero Janet se negaba. La golpeó y la amenazó hasta que le dijo al taxista que se detuviera. “Mira, yo te dije que tu lengua te iba a matar, ¿quieres que sea hoy y aquí?”. Janet le contestó que no quería morir y ya no se resistió. La violó en el coche además de obligarla a inhalar cocaína y a beber.

En la casa, en donde estaba la mujer del carnicero, Janet encontró a otra migrante a la que le platicó como pudo lo que había ocurrido. Recuerda que la otra chica le dio consejos y hasta le anotó en la mano y en un papelito el nombre y el teléfono de su tío.

Búscalo y seguro que te va a ayudar a conseguir trabajo o si tienes problemas, le decía pero como estaba drogada, golpeada y con dos cervezas encima, no entendió nada. Para ayudarla más, la chica le dio 30 pesos que de algo le iban a servir. Como pudo se acomodó en uno de los sillones y se quedó dormida.

Al otro día, el carnicero las llevó a la otra asa de seguridad en la que se había quedado Irma. El reencuentro fue emotivo. Janet le contó todo por lo que habían pasado en los tres días. Irma la abrazó y le juró que nunca volverían a separarse.

Pero las cosas ahí fueron más difíciles, porque los dos Zetas que estaban en esa casa tenían sus mujeres, casi no salían y cuando lo hacían se las llevaban y a ellas las dejaban encerradas. No había cocina ni refrigerador. No tenían nada que comer sino hasta que los carniceros llegaran con la despensa.

Vinieron entonces las reglas en esa casa; prohibido platicar entre ellas porque los vecinos podrían escuchar sus voces o los ruidos en la casa en la que se supone no había nadie más; prohibido ver la televisión, prohibido cantar o salir al patio de la casa; prohibido reírse o hacer ruidos que llamaran la atención.

Así pasaron tres semanas, encerradas, casi sin comida, aisladas de todo y amenazadas de muerte si rompían algunas de las reglas.

Pero había dos ventajas reales en toda esa situación: siempre estaban solas, sin nadie que las vigilara, y… cerca de ahí estaba Dios.

Lo sabían por los cantos y la música de un templo cristiano que estaba más o menos cerca de la casa. Eran los tiempos en que la madre de Janet presentía o sabía en El Salvador algo que se le revelaba en sueños y luego se le convertía en visiones y en angustia.

Por eso juntó a la gente de la congregación y les pidió al apoyo para hacer oración por su hija, que la estaba pasando muy mal en donde estuviera. Esas eran las revelaciones de Dios y no podían ser falsas.

Janet recuerda esos días como de esperanza y fe, pero también como los de la duda, la derrota y los reproches a Cristo por haberla abandonado y por haberla sometido a tan duras pruebas, cuando todo lo que ella quería era salir a conseguir un mejor trabajo y más dinero para sus hijos.

“Como ya pasábamos solas yo cantaba mucho, yo alababa mucho a Dios y le enseñaba las alabanzas a Irma y le contaba las historias de la Biblia, como si fueran en un cuento, como que le estaba contando a un cuento a un niño porque Irma es muy católica.

“Entonces sí era como una lucha muy grande, porque ella era de decir que la Virgen nos iba a sacar, y yo no…no es la Virgen…Nos va a sacar Dios, y era una lucha constante y era una situación muy dura porque yo escuchaba las alabanzas y era como estar alabando a Dios, pero realmente mi corazón no lo creía, porque sentía como que se había olvidado de mi.

“Era todos los días estarle reprochando; ¿porque te olvidaste?, soy tu hija, y era bien irónica la situación porque era estar hablando con Irma y decirle mi Cristo es así,…No te preocupes, porque en los momentos más duros es cuando Dios está ahí, yo se lo decía pero no era lo que yo sentía en mi corazón porque yo sentía que realmente iba a morir.”

“Si te vemos de nuevo por aquí…”

El encierro les dio cierta fortaleza y comenzaron a pensar en cómo escaparse. Trazaron planes, platicaban muy bajito y acordaban qué día iban a escapar. El problema era que cuando una estaba decidida y segura que era el mejor momento, la otra amanecía con miedo y decía que no era el día. Luego ocurría al revés, así que la fuga se posponía a cada instante.

Pero las cosas estaban escritas y el día que habían elegido por fin para escapar, porque los carniceros habían llegado borrachos y ya se iban a dormir, otro de ellos, completamente sobrio, llegó como a la medianoche. Se les apareció en la sala y les ordenó que se arreglaran, que juntaran sus cosas porque…”ya se van”.

¿A dónde a estas horas?, se preguntaron las dos.

–¿Qué sigue, a dónde nos llevan?

–Arréglate y no preguntes.

Luego les ordenó, “traigan sus cosas y súbanse al taxi”. El coche las esperaba afuera. Janet subió primero y de inmediato le entró la desconfianza, porque conocía a todos los taxistas que trabajaban para los Zetas de Coatzacoalcos pero a ese nunca lo había visto y además venía acompañado de otra muchacha sentada junto a él.

El quinto pasajero del coche fue el carnicero que acababa de darles órdenes. Enfilaron hacia Coatzacoalcos. En el camino pasaron por una tienda Oxxo y ahí se bajó el carnicero para ir por refrescos y algo más.

En esos instantes, el taxista volteó a verlas y les dijo “Dios está con ustedes, porque este no era el propósito para con ustedes, y no tengan miedo, vivan la vida, como que esto no ha pasado; ustedes no nos conocen, nosotros no las conocemos, pero si ustedes vuelven a pasar por Coatzacoalcos, no lo vuelven a contar…”

Janet e Irma no sabían aún si aquello era verdad o mentira, si era una trampa o una prueba que les estaban haciendo los Zetas para darles confianza y luego volverlas a secuestrar o acusarlas de algo. No confiaban en nada ni en nadie.

El carnicero regresó al taxi y les dio refrescos a todos. También sacó un paquete de cigarros y les ofreció. Janet tomó uno y el carnicero le dijo “no te preocupes Janet, sin rencores.”

El auto reinició la marcha. Minutos más tarde el taxista se detuvo en un lugar oscuro, lejano de la ciudad. Bájense, les dijo, “ya se pueden ir”. Obedecieron. Cuando ya estaban afuera se les acercó ya cada una le dio 25 pesos y nuevas instrucciones para caminar, tomar otro taxi y llegar a un sitio que ya les había indicado.

El taxista encendió de nuevo el motor del coche…y se fue...

...Entre el frio, el hambre y el asombro, Janet e Irma sólo atinaron a caminar y caminar por el lugar porque ningún taxista de los que pararon quiso llevarlas al lugar que les habían dicho. Entonces decidieron que era más el miedo y la duda de que las estuvieran vigilando desde algún punto y ya no se movieron de ahí.

Se quedaron debajo de un puente a esperar que amaneciera. Con la luz de la mañana se animaron a caminar siguiendo la vía del tren, hasta que llegaron a una casa a pedir agua porque no traían suficiente para comprar algo.

La mujer que las recibió les dijo que por el momento sólo tenía tortillas con sal para ofrecerles. Aceptaron y aquellas tortillas fueron las más deliciosas que hubieran probado en sus vidas. Con los pocos pesos que les quedaban consiguieron en donde hablar por teléfono a larga distancia a sus familias en El Salvador y en Guatemala.

–“Mami… ¡Estoy libre!… ¡Sí mami!.. Estaba secuestrada y estoy libre! La madre de Janet llora mucho. Le dice “yo sabía que algo pasaba, mi Cristo a mi no me engaña.”

Regrésate, le decía su mamá a Janet, pero hacerlo implicaba pasar de nuevo por Coatzacoalcos, la única ruta que las dos conocían y en donde ya le habían advertido al dejarla libre que si la veían de nuevo por allá, las iban a matar.

“No mamá, ahorita no me puedo regresar porque es peligroso para mí. Voy a juntar dinero y luego le hablo para decirle cuándo me regreso, voy a estar por acá un tiempo más pero esté tranquila, yo ya estoy bien”, le dijo Janet para tranquilizarla.

La buena fortuna siguió acompañando a Irma y a Janet. La mujer que les había dado de comer tortillas tenía a su esposo trabajando en una obra en construcción en la que estaban instalando malla ciclónica para un futuro centro comercial.

El jefe de la obra estaba buscando a alguien que se hiciera cargo del conteo y control de los materiales que entraban al patio de obras. Las dos fueron a verlo, pero mientras Irma lo esperaba en su oficina, Janet se daba vueltas por la obra y al momento de la contratación, la única que estaba y la única para la que había trabajo era Irma.

Cuando Janet se apareció, el jefe de la obra se dio cuenta de que no eran mexicanas y les dijo que eso iba a ser un problema para él, que no se podía. Irma y Janet le dijeron que ellas nunca se separaban y que si le daba trabajo a las dos, aceptarían el sueldo de una, la cosa era trabajar, tener un dinero y comer y un lugar donde estar. El ingeniero aceptó pero les dijo que tuvieran mucho cuidado y no hablar con mucha gente.

Duraron menos de dos meses en ese lugar. Con el dinero que juntaron volvieron a subirse al tren pero se habían prometido no volver a pisar ninguna casa del migrante en el camino, porque ya conocían como estaba la cosa, sabían que gente como los Zetas tenían espías allí, tenían a otros dizque migrantes sin bañarse, mal vestidos, sucios como perdidos, pero en realidad eran gente que iba a ver a quien enganchaba, por las buenas o por las malas.

Las vías las llevaron a San Luis Potosí, en donde Janet escuchó que había una casa de atención a migrantes, que era manejada y administrada por la fundación cristiana Caritas. No dudó en ir a ese sitio con Irma, porque cuando era niña su familia recibía ayuda de ese organismo y eran gente confiable.

Se quedaron en la casa de Caritas, cuyos directivos ya tenían bien armados los expedientes de Janet e Irma y sabían de dónde venían, en dónde habían estado y lo que habían vivido.

Los casos fueron boletinados a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), así como a otras organizaciones y también a la Procuraduría General de la República (PGR), que acababa de poner en marcha una nueva instancia, la Fiscalía Especializada en Delitos de Violencia contra las Mujeres y Trata de Personas (FEVIMTRA).

Sin embargo, Janet e Irma durarían menos de un mes en la casa de Caritas. Un día, una migrante se presentó en el lugar para pedir refugio. Su ropa, su manera de hablar y comportarse y la forma en que se relacionaba con las mujeres y trataba de saber cosas, las pusieron en alerta.

Algo está mal otra vez, le dijo Janet a Irma. Algo no anda bien con esa muchacha que acaba de llegar, le insistía para luego decirle: esa es Zeta, es de ellos, estoy segura, esa es Zeta y nos anda buscando.

Irma no lo podía creer. O era cierto o era ya demasiada imaginación y miedo y nervios que les habían quedado de todo lo vivido en Coatzacoalcos. No aguantaron mucho tiempo allí, sobre todo cuando ella comenzaba a hacerles la plática y a querer saber de dónde venían y para dónde iban.

Asustadas, se pusieron de acuerdo para contarle cada una por su lado cosas distintas y decirle juntas que se dirigían a sus países de origen. No le dijeron cuándo pensaban irse, pero dos días después, cuando ella no estaba, se salieron de Caritas y agarraron de nuevo la vía para ir a parar a Saltillo, Coahuila, para quedarse en otro centro de atención a migrantes que les habían platicado en Caritas de San Luis Potosí.

Iban con esa confianza de que de donde venían era un lugar seguro, pero no podían olvidar que la muchacha Zeta había logrado llegar allí y hacerse pasar por migrante. En estos pensamientos estaba cuando les dijeron que un grupo de funcionarios de la CNDH estaba de visita documentando casos de abusos sufridos por migrantes centroamericanos a manos de policías, de polleros y de bandas criminales y que querían entrevistarlas.

“Nosotros no somos conejitos de indias para que anden averiguando”, les respondieron a los de la casa del migrante que las habían recibido. Estaban nerviosas, sumamente desconfiadas y no querían decirle nada a nadie.

Janet sudaba de nervios cuando recordaba las palabras del carnicero aquel que le perdonó la vida una madrugada diciéndole que su lengua la iba a meter en problemas, que había visto demasiadas cosas y que sabía demasiado.

“Hay güerita, ¿qué vamos a hacer contigo?” eran las palabras que se le agolpaban en la cabeza cuando le insistían en que tenía que hablar con la gente de los derechos humanos. Tanta insistencia y la seguridad de que se trataba de documentar ciertos hechos y no de investigarlas a ellas, las animó a hablar.

Además, cuando llegaron a Saltillo las infecciones vaginales y otros padecimientos adquiridos durante los días de cautiverio y explotación sexual habían disminuido su salud. También les dijeron que ahí mismo, en Saltillo, las podían ayudar para que regresaran a sus países arreglándoles lo de la Forma Migratoria FM3.

Pero para estar segura una vez más de que las cosas son reales, de que pueden confiar en la gente de Saltillo, Janet llamó por teléfono a los de Caritas en San Luis Potosí para decirles que estaba bien, que ella e Irma estaban en Saltillo pero que había gente que quería entrevistarla y hacerle preguntas de cosas que ella no quería recordar.

Les dijo a los de Caritas que si conocían a las tres personas que estaban en Saltillo. Les dio sus nombres y las descripciones y le dijeron que no había problema, que sí los conocían, que eran gente honesta y estaban haciendo esa investigación. Además, el caso de ustedes ya se difundió en varias partes, no sólo en México, les dijeron.

Entonces aceptaron hablar con la gente de los derechos humanos y con la gente de la FEVIMTRA, que iba a abrirles un expediente para investigar el caso. Después de la primera entrevista en Saltillo, Janet e Irma fueron trasladadas a la ciudad de México para firmar los papeles y declaraciones en las oficinas de la fiscalía.

La tarde en que dejaron la fiscalía era luminosa. El pegaba de lleno, pero cálido y suave sobre los cristales de decenas de edificios de oficinas en la colonia Cuauhtémoc. Leves rachas de viento movían los árboles sobre la avenida Reforma cuando la camioneta de la PGR en que había llegado a la FEVIMTRA abandonada el estacionamiento del edificio.

Janet e Irma iban bien resguardadas, tomadas de la mano y mirando por las ventanas hacia la calle. La salvadoreña pensaba en sus hijos, en su madre y en dios. Miraba de reojo a Irma mientras la camioneta avanzaba hacia el Circuito Interior y enfilaba hacia el norte.

Irma no supo por qué le apretaba la mano, pero dentro de sí, Janet recordaba las tardes sin esperanza, las madrugadas de pesadillas, rezos y lamentos de los migrantes y la guerra de fe que alguna vez tuvo con su amiga acerca de quién y cómo las salvaría.

Janet miraba la luz de la tarde y el trafico de la ciudad y recordaba aquellos días de batalla entre su fe y el horror del cautiverio en Coatzacoalcos, y le venían a la mente sus propios rezos: “Señor, si tú me mandaste a este lugar tan horrible solamente porque yo le hablara a una persona de ti, pues me duele mucho y ni modo, así va hacer… pero demuéstrame que estás ahí”.

Varias horas después iniciaba en otro sitio una nueva vida que comenzó con tratamientos médicos y psicológicos para sanarle en parte las heridas del abuso y el miedo hacia la gente , el miedo a la vida más allá de las bardas de una casa clandestina en la que nadie vale nada.

“De las otras heridas, de las del alma, las que me hacen sentir sucia y con miedo de todo, se va a encargar mi dios”, dijo Janet mientras miraba la libreta sobre la mesa en su nueva casa y la grabadora registraba su última frase: “esa es mi historia”.




Fuente: El blog del narco
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