Este texto ofrece, acaso por primera vez, la dinámica interna de un grupo de la delincuencia organizada, la vida cotidiana de sus integrantes, la miseria y precariedad en las que transcurre su existencia
Sidronio Casarrubias Salgado, distribuidor de drogas, apodado El Chino. Cumplió una condena de ocho años en una cárcel de Estados Unidos. Alcanzó la libertad en mayo de 2014. En cuanto puso un pie en la banqueta, lo deportaron.
Vicente Fox era presidente de México cuando Sidronio fue acusado de conspiración. En el momento en que cruzó la frontera Enrique Peña Nieto se enfilaba a su segundo año de gobierno, y en medio había 120 mil muertos, el saldo hasta ese año de la delirante guerra del Estado mexicano contra el narcotráfico.
En uno de los tantos reacomodos originados por la sucesión perpetua de capturas y matanzas, un hermano de Sidronio, antiguo escolta del capo Arturo Beltrán Leyva, había quedado al frente de una organización que intentaba apoderarse del corredor de drogas que va de Cuernavaca a Acapulco, y atraviesa las franjas más codiciadas del cultivo de amapola. El hermano de Sidronio era Mario Casarrubias y le apodaban El Sapo Guapo. La organización criminal se llamaba Guerreros Unidos. Había sido fundada por delincuentes que militaron en diferentes grupos criminales de Guerrero y Michoacán: Los Pelones, La Barredora, el Cártel Independiente de Acapulco, La Familia Michoacana, etcétera.
El Sapo Guapo lideró a los Guerreros Unidos a partir de julio de 2012, fecha en que el líder anterior, Toribio Rentería, cayó en poder de la justicia. En abril de 2014, sin embargo, un grupo de la Marina detectó al Sapo Guapoen el Estado de México. De modo que cuando Sidronio cruzó la frontera un mes más tarde, Guerreros Unidos había entrado en un nuevo proceso de reacomodos. A Sidronio se le dio la encomienda de retomar el control administrativo de los negocios de Mario.
En una declaración rendida meses después, Casarrubias Salgado relató que visitó al Sapo Guapo en la cárcel, que fue a Morelos a buscar la ayuda de otro hermano, Adán Zenén, y que finalmente se movió hacia Iguala, la ciudad bastión de los Guerreros Unidos. Mario le había pedido que localizara “a su secretario o contador”, Raúl Núñez Salgado, alias La Camperra. “Él te va a llevar con quienes estuvieron bajo mi mando, con sólo ser mi hermano te van a ayudar”, le dijo.
En un autolavado de Iguala, “Los Peques”, se reunió con un hombre moreno, de pelo ondulado, que tenía un diente de oro. Era el “secretario” de su hermano, La Camperra. Su primer contacto en la organización.
A La Camperra todo mundo lo conocía. Era propietario de la carnicería “El Chambarete”, ubicada en el mercado municipal. Se dedicaba desde hacía años al negocio de la carne y a la compra-venta de ganado. En julio de 2013, por invitación de un viejo amigo, Osvaldo Ríos, El Gordo, comenzó a hacerles pequeños servicios, como chofer y mandadero, a algunos jefes de la organización. Le hizo mandados al Gordo, le hizo mandados al Flaco (Israel Arroyo Mendoza), y también a Marcos, alias El Chaparro, hasta que éste se ahogó en la laguna de Tuxpan.
Tras el deceso del Chaparro, La Camperra chofereó para El Sapo Guapo. Mario Casarrubias no le daba remuneración por ese trabajo, pero le permitía organizar bailes y jaripeos en Iguala y pueblos cercanos. Núñez declaró que para llevar a cabo dichos espectáculos se asoció “con Rogelio Figueroa”; debió irle bien, porque al momento de ser detenido era dueño también del bar “La Pirinola”.
El Sapo Guapo le presentó a sus hermanos, lo invitó a convivios, le tomó confianza. Cuando tenía que salir de la ciudad para atender algún asunto le enviaba una maleta con dinero para el pago de la nómina: un tanto para el jefe de la plaza, apodado El Gil; otro tanto para un jefe de sicarios, apodado El May; otro más para el responsable de los “halcones”, alias El Chino; 600 mil pesos para que el subdirector de la policía de Iguala, Francisco Salgado Valladares, los repartiera entre sus hombres…
El dinero que Mario Casarrubias enviaba a su secretario venía en sobres que tenían escrito el nombre y la cantidad que correspondía a cada miembro del grupo. La Camperra anotaba todo en una libreta que luego de la noche de Iguala tuvo que destruir.
El día que se encontraron en el autolavado, La Camperra condujo a Sidronio al restaurante “El Taxquito”. Le había organizado una comida para recibirlo y presentarle a los hombres que habían estado a las órdenes de su hermano.
Ahí estaba Gildardo López Astudillo, El Gil, “líder del grupo y capitán de toda la zona”. Y ahí estaban los distribuidores de droga en Iguala, Cocula, Taxco y Huitzuco: los hermanos Palacios Benítez: Osiel, Mateo, Salvador, Orbelín, Reynaldo y Víctor Hugo, alias El Tilo (quien fungía como líder de la familia y daba nombre a la célula que la congregaba: Los Tilos).
Otro hombre se sumó poco después a la mesa. “Sólo sé que le decían El Mike”, dijo Sidronio. Era el encargado de pelear la plaza de Teloloapan, a la que quería meterse gente de uno de los principales enemigos del cártel, Johnny Hurtado Olascoaga, conocido como El Pez, jefe máximo de La Familia Michoacana.
“En ese momento sólo fue la plática, sobre todo las aventuras que mi hermano vivió”, recordó Sidronio. En la comida le relataron los pormenores de otra guerra: la guerra que Los Rojos y los Guerreros Unidos llevaban a cabo en la región, una guerra que sólo se expresaba vagamente en los medios de comunicación del estado, y en la que había emboscadas, balaceras, enfrentamientos y decenas de cadáveres acribillados.
Sidronio recibió una Ford blanca que le regalaron (más tarde le obsequiaron también una Ford Raptor roja) y salió de “El Taxquito” con la advertencia de que anduviera con cuidado porque las cosas estaban feas con los “contras”, “y el simple parentesco con Mario me hacía objetivo de estos grupos”.
Recolectó un millón 800 mil pesos entre algunos deudores de su hermano y “con eso comencé a comprar ganado. Me empecé a capitalizar”, relató.
Decidió moverse solo en los municipios donde hubiera presencia de Guerreros Unidos, es decir, en aquellos “donde existía arreglo con los presidentes municipales, y sobre todo con los secretarios de Seguridad Pública: Iguala, Taxco, Cocula, Buenavista de Cuéllar…”.
Fue conociendo uno a uno a los miembros del grupo y entendiendo cómo estaba armada la estructura del cártel. Luego reveló que a los encargados de los municipios o jefes de plaza les llamaban “capitanes”, y dijo que Gildardo López Astudillo, El Gil o El Cabo Gil, era “doblemente capitán”, porque estaba al frente de toda la región.
López Astudillo “trabajaba” para Guerreros Unidos desde hacía dos años. Se había dedicado antes a la compra-venta de cabezas de ganado; a través de ese negocio conoció al dueño de la carnicería “El Chambarete”, La Camperra. “La mayor parte de mis ventas eran con él”, recordó El Gil. La Camperra acostumbraba citarlo para hacer negocios en un terreno que se encuentra a un lado de una cancha de futbol. A dicha cancha asistían policías (uno de ellos, el subdirector de la municipal de Cocula, César Nava), elementos de Protección Civil, y ciudadanos en general. Se jugaban buenos partidos. Y a veces El Gil se quedaba a verlos. Ahí conoció a un muchacho apodado La Mente, quien andaba siempre al lado de alguien al que llamaban El Chucky. El Chucky era inseparable de otro sujeto apodado El Chacky. De esa cancha de futbol llanero iban a salir algunas de las fuerzas básicas de los Guerreros Unidos.
Para que eso ocurriera El Gil tuvo que enredarse en una serie de malos negocios que le hicieron perder lo poco que tenía. Una tarde le relató sus cuitas a La Camperra y éste lo presentó con Juan Salgado, El Indio, uno de los altos mandos de Guerreros Unidos y primo hermano de los Casarrubias Salgado. El Indio le dio el encargo de “generar dinero para la organización”. Le entregó 80 mil pesos “para que empezara a mover ganado”. López Astudillo hizo algunas inversiones. Parte de las ganancias que iba obteniendo se las entregaba a La Camperra, para que éste se las hiciera llegar al Indio.
Al Gil también debió irle bien, porque pronto necesitó echar mano de un equipo de ayudantes. Contrató a un herrero apodado El Duva, y a un par de albañiles cuyos apodos eran El Cepillo y El Pato. El nombre del primero es Felipe Rodríguez Salgado; el del segundo, Patricio Reyes Landa. El Cepillo llamaba la atención por tener labio leporino y un cabello “muy feo, muy cepilludo, muy maltratado”.
Al igual que los muchachos de la cancha, ellos también saltarían a la fama en septiembre de 2014.
Los testimonios indican, sin embargo, que El Pato y El Cepillo figuraron entre los Guerreros más sanguinarios.
A todos ellos fue conociendo Sidronio durante sus recorridos por la región. Más tarde reveló que a Israel Arroyo Mendoza, un cuñado del Sapo Guapo que había quedado temporalmente al frente del grupo, no le gustaba su presencia. Llegó a decirle que “mejor me abriera porque si no me iba a matar”. El jefe de la plaza, El Gil, le seguía reportando, sin embargo, por respeto al Sapo Guapo.
En el expediente del caso no parece estar la historia de cómo El Gil llegó a convertirse en “doblemente capitán” del grupo. “Jamás me desempeñé como líder ni como operativo, es decir como sicario, sólo fui un operador financiero”, se disculpó.
Sus cómplices tienen otros recuerdos.
Según Sidronio, arriba del Gil, en el organigrama del cártel, sólo estaba Arroyo Mendoza, El Flaco. Sidronio le dijo a los investigadores que lo interrogaron tras su detención que Arroyo “es el que mueve las peleas de gallos en todo el país, Guadalajara, Tijuana, la Feria del Caballo…”.
Con El Indio Juan Salgado, Arroyo Mendoza es, sin embargo, una de las figuras sobre las que la investigación del caso Iguala no ha arrojado mayor luz. Sidronio sugirió que luego de la desaparición de 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa a manos de los Guerreros Unidos, el 26 de septiembre de 2014, El Flaco había ido a refugiarse a Estados Unidos.
Declaraciones de otros miembros del cártel sostienen que del Gil dependían “los capitanes de cada municipio”. El Cholo Palacios, por ejemplo, “capitán” de la plaza de Taxco, le reportaba directamente a él. A las órdenes de estos comandantes se hallaban los jefes de célula: había células de distribuidores de droga, células de sicarios y células de “halcones” o vigías.
En Iguala el jefe de los “halcones” era David Cruz Hernández, alias El Chino. Trabajaba en la dirección de Protección Civil y su horario era de 24 por 24, así que todo el día iba de un lado a otro a bordo de una Nissan, atendiendo incendios, choques, lesionados de tránsito e incluso enjambres de abejas. Llegó la tarde inevitable en la que un apuro económico le hizo pedir dos mil pesos prestados a un ex compañero de la preparatoria, El Berlin. El Berlin le propuso algo mejor: un trabajo con el que podría ganar dos o tres mil pesos extras cada mes. Lo único que tenía que hacer era reportarle por teléfono el paso de autoridades y de autos con gente sospechosa.
Cruz Hernández aceptó. Le dieron un celular. Reportó muchas veces el paso de vehículos oficiales y de autos sospechosos. Al ministerio público le dijo que al principio no sabía de qué servían sus llamadas.
Tiempo después la PGR encontró, en el teléfono del “halcón” Marco Antonio Ríos Berber, una galería fotográfica que narra lo que los Guerreros Unidos hacían con los sospechosos. El teléfono del “halcón” estaba repleto de imágenes de gente torturada, con el rostro hinchado y deshecho, o con los miembros cercenados. Esas personas, dijo Ríos Berber, habían querido meter a la ciudad armas o drogas, o habían llegado a “pelear la plaza”.
“Esta señora venía en una camioneta con armas”, “Este era un violador que agarramos”, “A estos les habían pagado 20 mil, venían a reclutar gente para La Familia”, señaló Ríos Berber a los investigadores, mientras les mostraba fotos de gente llorando, gritando, pidiendo clemencia.
Mes tras mes, David Cruz Hernández enfilaba su camioneta de Protección Civil hacia la preparatoria “José Vasconcelos”, donde años atrás había conocido al Berlin. Ahí recibía su paga. Una vez dejó de reportarle a su amigo durante tres días y éste fue a buscarlo a su casa. Le advirtió: “Déjate de mamadas, esto no es un juego”.
Llegó el día, sin embargo, en que El Berlin ya no contestó el teléfono. Cruz Hernández creyó que el asunto estaba concluido, pero al poco tiempo le habló otra persona: El Chucky, una de las gentes que El Gil había conocido en la cancha de futbol. Le informó que a partir de esa día los reportes iba a recibirlos él. Cruz Hernández le dijo que no quería seguir haciendo eso.
El expediente no parece registrar tampoco cómo es que El Chucky pasó a dirigir una célula de sicarios: los involucrados en el caso Iguala un día aparecen en un campo de futbol y a la foja siguiente, rodeados de armas y hombres, se les ve cometer atrocidades indecibles.
El caso es que para entonces El Chucky ya tenía bajo su mando a algunos de los jóvenes que frecuentaban la cancha. La Mente, El Chaky, El Pechugas, El Chamoyadas, El Gaby, El Tony, El Dany, El Pelón. En su grupo había también algunas mujeres, como La Vero.
Los sicarios andaban en motos y camionetas. Muchos de ellos tenían tatuajes. Todos portaban pistolas .9mm y calibre .45. Se reunían con El Chucky cada tres días. Se comunicaban únicamente a través de mensajes texto.
Los hombres del Chucky fueron a buscar a Cruz Hernández. Lo “levantaron”, lo amarraron, lo llevaron a un cerro y lo “tablearon”. Un sicario declaró que recibir tablazos era “la sanción por hacer las cosas mal”. “Si la llegabas a regar lo menos eran 15, lo máximo 10. Por ejemplo, si uno no está autorizado para tomar y se ingiere alcohol, alguien me veía e iba con el chisme, me buscaban, me encontraban y me tableaban”. A la tabla le llamaban La Tía.
El Chino Cruz entendió la lección. No sólo se volvió informante “de manera obligada”, sino que fue obligado a convertirse en jefe de la célula de “halcones”. A partir de ese día comenzó a recibir los reportes del Tongolele, La Barbie, Libra, El Tigre, La Rana, El Azul y La Yose.
El grupo de “halcones” —según uno de los testimonios— estaba formado también por El Bogar, un joven con rayitos rubios y cejas depiladas “que cuida la colonia Guadalupe”; por Moreno, que cubre a pie “de los funerales Gutiérrez a la colonia El Capire”; por El Cuate, “que cuida del bar Jardín al puente elevado”; por El Gordo, que recorre “de la colonia Fermín al Hotel Imperio”; por Gemelos, que custodia la zona del aeropuerto; por Wendy, cuyo punto “va de la Estrella de Oro al Ayuntamiento”; por La China, una muchacha de 22 años que vigilaba del puente elevado a la Avenida del Estudiante, y por Belem, de 18, que se ubicaba entre la colonia Insurgentes y la Central de Abastos.
No había un punto de la ciudad sin cubrir. Mientras El Chino cubría su turno en Protección Civil atendiendo incendios, choques, lesionados de tránsito y enjambres de abejas, sus “halcones” le reportaban incluso el paso de una mosca. ¿Llegó a poner en manos de los sicarios a algún herido o lesionado, a alguna de las personas cuyo empleo en Protección Civil le obligaba a auxiliar? En la Iguala de los Guerreros Unidos todo era posible.
Por eso los alrededores están poblados de fosas, muchas veces de fosas con la gente equivocada.
Un “satélite” apostado día y noche en la Panorámica tenía orden de reportar cuanto ocurriera en el 27 Batallón de Iguala. Cada que se abría la puerta del cuartel los Guerreros Unidos estaban al tanto.
Cada mes El Chucky metía 200 pesos de saldo a los celulares de sus hombres para que el flujo de información quedara siempre garantizado.
Los mandos de la organización andaban constantemente a la caza de reclutas. Mientras más gente tuvieran a su cargo, más fácil les era contener los embates de sus enemigos. La pobreza era el proveedor principal de los recursos humanos del grupo. A Ríos Berber, el “halcón” que guardaba en su celular decenas de fotografías sobre los minutos finales de las víctimas, El Chucky lo reclutó medio año antes de la tragedia, una noche en que Ríos paseaba por la feria y pensaba ir a bailar con su novia a la disco “La Iguana Loca”. El Chucky estaba ebrio. Se le acercó, le hizo plática y le confió sin mayores rodeos “que trabajaba para la maña y andaba buscando gente que trabajara de ‘halcón’”.
El Chucky le ofreció un sueldo de siete mil pesos y le dio una dirección de la colonia López Mateos para que fuera a verlo y “hablaran bien”.
A Ríos Berber le tomó tres días decidirse. Siete mil pesos son muchos en un estado cuyos cerros están llenos de gente que trabaja cuatro meses para ganar dos mil. Subió a su moto y accionó el acelerador.
El Chucky le indicó la posición que iba a ocupar: “Vas a recorrer del Tomatal al centro. Te vas a encargar de cuidar a la ciudad del gobierno, reportándonos sus movimientos”.
Ríos debía patrullar en su moto por el territorio y reportarle al Chino las cosas notables que observara. Vehículos militares, federales, marinos, ministeriales o estatales.
A poco de ser reclutado, le tocó “halconear” el secuestro del líder de una organización de taxistas. El Chuckyencabezó el secuestro. Ríos escoltó a sus compañeros hasta el sitio donde iba a transcurrir el cautiverio; El Gabyfue el encargado de negociar el rescate: pidieron 50 mil pesos por la libertad del dirigente de los taxistas. Los arreglos duraron una semana. La Vero llevaba de comer al secuestrado. La familia de la víctima no logró reunir el monto exigido, pero entregó tres taxis, una Nissan Urvan y 20 mil pesos.
Tocó a Ríos Berber ir por el dinero. El Chaky recogió los cuatro autos. El Chucky se los revendió a otra organización de taxistas.
Según el (entonces) subdirector de la policía de Iguala, Francisco Salgado Valladares, los Guerreros Unidos entraron a la ciudad en 2008. Desde la llegada a la presidencia municipal del perredista José Luis Abarca, el grupo criminal gozaba, sin embargo, de impunidad absoluta. Los secuestros se sucedían sin freno. Por una señora que vendía barro en el centro, la célula del Chucky obtuvo 15 mil pesos y una Nissan. En otra ocasión La Vero les “puso” a un licenciado con el que sostenía amoríos: pidieron 100 mil pesos, retuvieron a la víctima más de una semana, la familia reunió a duras penas 30 mil, y tuvo que entregarles un Jeep negro —que El Chucky revendió por partes.
La policía del municipio estaba totalmente controlada por el grupo criminal. El subdirector Salgado Valladares relató que una noche, a unos días de la llegada de Abarca, regresó a la comandancia para cambiar las pilas de su radio. Un compañero le dijo: “Pásale comandante a la oficina, quieren hablar contigo”.
Salgado recordó que la comandancia estaba oscura. Solamente entraba el resplandor de la luz de los baños. Alguien le dijo: “Pásele, viejo”. Un sujeto vestido de civil estaba sentado en el escritorio del director. Se levantó. “Sabe, aquí en este sobre hay un apoyo de dos mil pesos que se le va a dar cada mes para que usted no diga nada de lo que vea o escuche. No se meta en problemas. A usted ya lo conocemos, sabemos dónde vive y conocemos a su familia”.
Salgado Valladares confirmó “que no iba a decir nada, ya que tenía miedo”. Comenzó a recibir mes tras mes el “apoyo” del grupo criminal. A través de la radiofrecuencia se dio cuenta de que otros compañeros eran llamados a la comandancia a recibir el suyo.
Dejó de hacer detenciones, si no se las ordenaban. Sólo atendía los llamados de emergencia que llegaban al C-4. Luego dijo que al hacer todo eso tenía siempre presente a un compañero que no obedeció, y fue “levantado”, y nunca apareció.
Un militar retirado que ingresó a la municipal en 2006 y fue destacado a los “filtros”, es decir, a los puestos de revisión colocados en los alrededores de Iguala, relató que cuando pasaba la camioneta de Protección Civil, tripulada por El Chino, un mando policiaco conocido como El Taxco ordenaba “que todos se movieran a otro lado y no revisaran ningún vehículo”. Un día le preguntó a su comandante, Antonio Rey Pascual, El Guanchope, a qué se debía aquello, y El Guanchope respondió: “Te vale madres”.
Fue comprendiendo que la camioneta de Protección Civil era empleada para transportar cocaína, armas, personas…
Cuando una compañera de la Policía Municipal veía pasar dicha camioneta, murmuraba: “Aquí van esos cochos de nuevo, vinieron a hacer sus chingaderas y luego se van”.
Un día notó que otra agente, Verónica, manda por teléfono la clave 67 cada que llegaban a la ciudad vehículos oficiales. La clave 67 significa “alerta”.
De acuerdo con el expediente del caso, el subdirector Salgado Valladares no era sólo una víctima pasiva de los Guerreros Unidos. Era en realidad un feroz guardián de sus intereses. El funcionario se hallaba al frente de un grupo de reacción inmediata, conocido como Los Bélicos. Cuando algún agente de la corporación detenía sin autorización a algún sospechoso, o fallaba en el cumplimiento de alguna orden dada por los Guerreros Unidos, Los Bélicos iban por el indisciplinado, lo llevaban a una bodega conocida como La Bloquera, y “ahí lo tableaban con una tabla que tenía inscrita la leyenda: ‘Quiéreme mucho y dame un beso’”, relató un testigo.
La estructura de Guerreros Unidos contaba también con una célula “encargada de brindar protección”. La comandaba un individuo apodado El May.
El May no fue aprehendido en la cacería que se desató tras la desaparición de los estudiantes. Aunque su nombre salpica aquí y allá el expediente del caso, es una figura que se podría llamar borrosa. Un testigo dijo que creía que El May se llamaba Nicolás. Otro supuso que su apellido era Flores.
Según El Gil, cada célula de la organización iba a “tirar” los cuerpos de sus muertos a un lugar específico. En ocho meses las autoridades localizaron en Iguala 60 fosas clandestinas. En esas fosas había 129 cadáveres. Un asesinato en masa.
Los “tiraderos” del May, según El Gil, estaban en la Parota y Pueblo Viejo.
La información más completa sobre este jefe criminal se halla en la declaración de “Raúl”, un joven al que El Maycontrató para que le cuidara sus gallos. “Raúl” lo describió como un hombre “de 50 años, pelo negro, bigote negro, cara arrugadita, con verrugas en el cuello”.
En la casa del May había cerca de 70 gallos. El trabajo de “Raúl” consistía en sacarlos al sol a las ocho de la mañana, devolverlos a la gallera a la una, y luego irse al campo a cuidar unas vacas. El May le pagaba por esto cuatro mil pesos mensuales.
Un día el jefe llegó como de prisa y mandó al muchacho a entregar una camioneta a una bodega un tanto alejada. “Raúl” trepó al vehículo y advirtió que del lado del copiloto había una mochila. La abrió, por curiosidad, y vio que contenía tres pistolas y estaba llena de parque. En la bodega lo esperaba “un güey chaparro, moreno, medio pelón, medio apaisanado”. El Chucky.
Esa noche le propuso a su esposa que se fueran a dormir con su suegra, porque el asunto de la mochila le había dado miedo. No salió a la calle en 15 días, pues había oído historias de lo que pasaba en Iguala. La situación, sin embargo, no podía durar. “Raúl” tuvo que salir a buscar trabajo. Consiguió que lo contrataran como chofer de una combi de pasajeros. Manejaba de seis de la mañana a 12 de la noche.
Dos meses más tarde había olvidado al Chucky, al May y a sus gallos. Pero un día se le cerró un auto rojo, nuevo, sin placas, y de su interior saltó El Chucky con un arma corta en la mano. El Chucky lo sacó violentamente de la combi, lo golpeó en la cara y lo subió al auto.
Lo llevaron a un cerro, lo hicieron caminar como media hora con la cara tapada con su propia camiseta. El Chucky le destapó la cara y le dijo: “¿Ya viste quién está ahí, hijo de tu puta madre?”. Ahí estaban su esposa y sus hijos.
“Tú mismo los vas a matar para que se te quite lo puto, correlón. No hacías otra cosa más que cuidar los putos gallos, ahorita te voy a matar o voy a matar a tu vieja y a tus hijos”.
También le dijo: “Ahora vas a chambear a güevo y sin nada de paga”.
Unos siete sujetos comenzaron a golpearlo, lo golpearon hasta que quedó inconsciente. Le echaron agua para despertarlo. Lo dejaron sentado, amarrado de pies y manos, y vendado de los ojos. El Chucky le dijo a sus hombres que si trataba de correr “o algo” lo mataran. Luego salió, llevándose a su esposa y a sus niños.
Lo retuvieron ahí varias semanas. Un día oyó la voz del May: “¿Cómo está todo? ¿Ya se puso las pilas el guache?”. Lo desataron, le quitaron la venda, El May le entregó cuatro billetes de 500 pesos. Le dijo a sus cuidadores que lo soltaran, “porque mañana él ya sabe lo que tiene que hacer”.
Al día siguiente se presentó a trabajar. No recibió paga sino hasta pasados dos meses, pero ya no intentó irse: no tenía a quién denunciar: se sabía que la policía estaba al servicio de los criminales.
Sidronio declaró más tarde que el alcalde Abarca inyectaba a la organización tres o cuatro millones de pesos mensuales. El Chucky aseguró que en situaciones críticas el presidente de Iguala pedía el auxilio de Guerreros Unidos: una vez les rogó que le ayudaran a retirar de la plaza principal a los vendedores ambulantes.
Un año y medio antes de la masacre de Iguala, La Familia Michoacana entró en Cocula, secuestró y mató a varios miembros de Guerreros Unidos, y quedó en control del municipio. El Gil le ordenó a sus hombres que se replegaran.
Declaraciones de Miguel Landa Bahena, El Duva, sostienen que el presidente priista de Cocula, César Miguel Peñaloza —procesado hoy por posibles vínculos con el narcotráfico— pidió a Guerreros Unidos que corrieran a La Familia… y recuperaran la plaza.
De acuerdo con esa versión, El Gil decidió que uno de sus hombres más violentos, Felipe Rodríguez, El Cepillo, encabezara la guerra en Cocula.
El Cepillo había conocido al Gil en una pelea de gallos. En una ocasión El Gil le regaló mil pesos y le propuso que se uniera al grupo en calidad de “halcón”. En ese tiempo un hermano del Cepillo fue amenazado de muerte por un sicario de La Familia y huyó a Estados Unidos. El Cepillo, para sentirse apoyado “y para que no me hicieran daño”, tomó la decisión de unirse a la organización delictiva.
Según su propio relato, comenzó como “halcón” en Cocula. En ese municipio debía reportarle a su amigo Patricio Reyes Landa, El Pato. Le pagaban cuatro mil pesos al mes. Como El Pato reunía a sus hombres los días de paga, conoció a los otros “halcones”, El Wereke, El Duva, El Wasa, El Pajarraco y El Kikis.
Cuando el alcalde Peñaloza pidió que Guerreros Unidos recuperara Cocula, El Gil le propuso irse a pelear la plaza, como jefe de sicarios, con un sueldo de 15 mil pesos al mes.
El Cepillo no lo pensó. En una casa de seguridad, El Chucky lo entrenó al lado de los hombres que iban a conformar su célula. Les enseñó a armar y desarmar “cuernos de chivo”, R-15 y .9mm. Practicaban el tiro en los cerros: “Ahí practicábamos recibiendo”.
Con El Pato, El Jona, El Chequel, El Duva, El Pajarraco, El Wereke, El Kikis y El Bimbo, regresó un día a Cocula. La célula de La Familia Michoacana que dominaba el municipio era comandada por un hombre apodado La Burra. Los sicarios de Guerreros Unidos no lograron dar con él, pero secuestraron y asesinaron a cinco de sus sicarios, de acuerdo con el expediente. “La Burra abandonó la plaza”, relató El Cepillo.
Quedó entonces a cargo de Cocula. Su manera de cuidar la plaza, dijo, era seguir vehículos sospechosos. “Cuando se detenían dichos vehículos, nos acercábamos y nos entrevistábamos con los tripulantes”.
Si la entrevista no los dejaba satisfechos, se llevaban a los pasajeros al monte. “Ahí los entrevistábamos nuevamente para asegurarnos si eran ‘contras’, y se le informaba al Gil, y éste daba la orden de matar”.
Quien se encargaba de esas ejecuciones era Patricio Reyes Landa, El Pato. Él mismo le avisaba al Cepillo cuando “el trabajo” estaba terminado, “y casi a la mayoría los enterraba”, reveló El Cepillo.
En julio, dos meses antes de la masacre de los estudiantes, El Chucky le llamó por teléfono y le dijo que iba a entregarle dos “paquetes” del grupo de Los Rojos. “Uno vende droga, el otro es sicario”, informó El Chucky. El Cepillo los recibió y los trasladó a la brecha del hoy famoso basurero de Cocula. Ahí los estaban esperado, entre otros, El Pato, El Duva, El Jona, El Primo. Les entregó a las personas y les ordenó “que les dieran piso”.
Consta en su declaración que El Pato le relató después que había llevado los “paquetes” al basurero para matarlos, y posteriormente incinerarlos. “Creo que ellos fueron los primeros que quemaron en ese lugar”, dijo El Cepillo.
Jonathan Osorio Cortés, El Jona, indicó en su declaración que antes de la noche en que desaparecieron los estudiantes, los Guerreros Unidos habían quemado a otras personas en el basurero de Cocula.
El Jona andaba sin trabajo cuando fue enganchado por El Cepillo. “¿Qué quieres ser, ‘halcón’ o sicario?”. El Jonapreguntó: “¿En qué chamba se gana más?”. Dijo El Cepillo: “De ‘halcón’ se ganan siete mil 500; de sicario 12 mil”.
“Elegí el trabajo de sicario”, recordó El Jona, “así llegué a Guerreros Unidos”.
A tres días de ser enrolado, debutó como pistolero. El Cepillo recibió la orden “de ir pelear a Mezcala”. Al Jona le entregaron un “cuerno de chivo”: salió con un grupo formado por El Niño, El Pechugas, El Mimo, El Greñas, El Cabeza de Huevo, Banderas, El Pollo “y el difunto Chente” (un sicario que luego murió a manos de Los Rojos). “Con ellos entré a Mezcala y supe que le ganamos a Los Rojos”, le dijo al ministerio público.
El Cepillo le encomendó después la “seguridad” de Cocula. Un día recibió el primer “paquete”: cuatro personas que habían “levantado” en Balsas. Como parte del “paquete”, formado por supuestos secuestradores, iba una mujer que al ser “entrevistada” confesó que se había ofrecido a trabajar para La Familia Michoacana a cambio de que liberaran a su madre, a la que dicha organización tenía secuestrada.
El relato no los conmovió. Llevaron a las cuatro personas al basurero de Cocula. Según la relación del Jona, el difunto Chente, El Pollo y El Primo se encargaron de matarlas. Chente decapitó los cuerpos. El Primo y El Pollo prepararon una plancha, “con piedras más o menos grandes”, y con “llantas que se colocaban entre medio de la leña”.
La declaración del Jona que obra en el expediente parece una siniestra receta de cocina:
“Encima de esa plancha se colocaban los cuerpos y se incendiaban con diesel… el cocimiento duró como ocho horas aproximadamente, para eso hay que estar atizando y meneando para que se calcinen bien los cuerpos. Ya que están consumidos en cenizas se apachurran con un tronco pesado y luego machacando bien los huesos, conforme se va aplastando y meneando, se van convirtiendo en cenizas tan sencillas como las de un tronco bien calcinado.
Cuando terminan todo el cocimiento se limpia el área dejando limpio el lugar. En esta ocasión fueron pocos cuerpos, pues no era necesario levantar la ceniza ya que se confundía con la ceniza de la llanta de la leña, por lo que al terminar se jalaba la basura tratando de borrar cualquier rastro de incineración. Al terminar este cocimiento, el difunto Chente le reportó al Cepillo que ya se había terminado con lo que nos había ordenado. Para demostrarle cómo se había dejado el lugar, se tomaban fotos en el celular, se guardaban en una memoria micro y se le entregaban a El Cepillo”.
En su oportunidad, el sicario Miguel Landa Bahena, El Duva, declaró haber visto que “una vez llevaron a una persona al basurero de Cocula y lo quemaron”. No supo decir quién era.
Ninguna de estas cosas, ninguna de estas historias, llegó a los medios. No dieron muestras de estar al tanto de ellas ni el gobernador, ni el procurador, ni el secretario de Seguridad Pública. Tampoco el Cisen, la PGR, la División de Inteligencia de la Policía Federal. Centenares de secuestros, asesinatos y extorsiones impunes habían convencido a los Guerreros Unidos de que en aquella región no había otro mando que el suyo.
La estampida comenzó el 29 de septiembre, tres días después de la desaparición de los estudiantes.
Los sicarios habían recibido la orden de vestirse de blanco y sumarse a una marcha que exigía la presentación de los alumnos desaparecidos: sus jefes les habían pedido confundirse entre la gente y evitar desmanes: impedir que la marcha se saliera de control.
Pero de pronto los teléfonos empezaron a sonar, a recibir mensajes.
La Camperra recibió un pin del Gil que decía: “Salte de Iguala porque hay mucho gobierno”. Sidronio dijo que El Gil le había anunciado “que se iba a enmontar” y se llevaría consigo a Salgado Valladares, el jefe de Los Bélicos. El Chucky le avisó a Ríos Berber que “se estaba calentando la plaza e iba a haber pedo”. El Jona relató que El Cepilloordenó a sus sicarios que quemaran los celulares con todo y chip. Muchos integrantes del grupo delictivo se escondieron en sus casas y permanecieron “entusados”. Otros agarraron el camino de Apetlanca o Tianquizolco. El alcalde Abarca huyó con su esposa el 30, tras evadir al grupo de policías ministeriales que llegaba a la presidencia a detenerlo.
Si las cuentas no le fallaron al jefe de Los Bélicos, los Guerreros Unidos fueron amos de Iguala durante un sexenio.
Ahora huían por las carreteras y por los cerros. Cerros repletos de fosas y “tiraderos” que encierran las historias de la hora más negra de Iguala.
Fuente: El blog del narco
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