Parece inminente la captura de El Chapo. Ya algunos comandos de las fuerzas especiales del Estado mexicano lo tenían cercado, según algunas informaciones, pero hubieran necesitado de apoyo aéreo para terminar la faena.
Luego de la escaramuza, el hombre quedó herido del rostro y tendría fracturada una pierna al caer a un barranco. Así, tocado y maltrecho, huye de sus perseguidores, en la intrincada geografía de la Sierra Madre Occidental.
No son circunstancias nada agradables, por decirlo de alguna manera, para un hombre poderosísimo a quien, más bien, imaginaríamos disfrutando de los placeres que te brinda el dinero: el criminal más buscado del planeta debería de pasar cómodamente su días aposentado en una fastuosa mansión de la Riviera Francesa y, llegado el atardecer, degustar los platos del Auberge des Maures en Saint-Tropez o hacerse conducir hasta Cannes para recorrer la Promenade de la Croisette.
El mundo entero está repleto de lugares de ensueño para todos aquellos que han sabido agenciarse la plata que cuesta el lujo: aquí mismo, en este país, la Riviera Nayarit es un auténtico santuario de millonarios de muchas proveniencias que buscan, ante todo, ese mismísimo anonimato que tanto necesitaría el líder del Cártel de Sinaloa.
Pues no, a El Chapo no le toca llevar una existencia principesca sino que malvive a salto de mata, en refugios temporales, sin respiro y sin sosiego, por más que haya podido edificar, en su momento, una casa pasablemente confortable en el terruño. Su negocio, al parecer, no es el bienestar personal sino otra cosa.
Lo suyo es el dominio: el saberse dueño de miles de voluntades y el sentirse poseedor de potestades descomunales. Y, en este sentido, la realidad se ha acomodado perfectamente a sus designios: se ha escapado, dos veces, de las prisiones más resguardadas de México. Ha comprado a sus carceleros, ha sobornado a funcionarios, ha corrompido a policías y, por si fuera poco, mucha gente de su comarca lo ensalza como a un caudillo.
En estos momentos, sin embargo, experimenta la implacable desolación del fugitivo, del que ya no tiene siquiera una guarida donde reconocer, cada mañana, esos objetos que marcan sólidamente los contornos del territorio personal. Triste final, para el jefe de jefes…
Fuente: El blog del narco
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