Detrás de cada bala hay una historia. Detrás de cada orificio en las carrocerías retorcidas, en los vidrios estrellados, hay una narrativa no solo de violencia, sino de horror…
El hombre que cuida las camionetas baleadas —perforadas decenas, cientos de veces por poderosos proyectiles—, quien de hecho vive ahí, en una modesta casa erigida en la esquina de un enorme predio en la orilla Este del Gran Desierto de Altar, depósito de vehículos incautados por la PGR, primero se resiste, pero después de unos minutos empieza a narrar lo que hay detrás de cada automóvil reducido a chatarra por los kilos de plomo que recibió.
Mientras el fotoperiodista Jorge Carballo dispara el obturador y el camarógrafo Édgar Mejía graba imágenes, el guarda de este camposanto bélico, de este panteón de narcotrocas fronterizas, se arranca:
—En esta (señala una Suburban descuadrada por la enorme cantidad de parque que recibió), una calibre .50 le pegó en la cara al sicario que la manejaba. Cuando me llamaron y fui a recogerla al lugar del enfrentamiento, todavía no sacaban del asiento al hombre muerto: tenía colgando la mandíbula del lado izquierdo, la quijada, el cachete, la oreja. Bien feo. Olía feo, a quemado por la pólvora… —agrega, y por un momento el recuerdo provoca que se le descomponga el rostro.
Aunque han pasado semanas desde el enfrentamiento en el que se vieron inmersos quienes viajaban en esa camioneta, el interior del vehículo todavía tiene las bolsas de aire frontales y laterales manchadas de sangre: tétricos lienzos, splash, huellas hemáticas salpicadas hacia todos lados que, con sus trazos arbitrarios, pinceladas rojizas que siguieron a los estruendos de los disparos, narran, detallan la intensidad del combate que hubo por ahí, en alguna vereda desértica de Sonora.
Este es uno de los dos cementerios locales de narcocamionetas pertenecientes a las bandas del cártel de Sinaloa que se disputan entre sí la cotizada región de trasiego de drogas hacia Estados Unidos, hacia las tierras indias de Arizona. Y aquí, nada más en este depósito, hay más de 300 trocas cocidas a tiros por las balaceras desquiciadas de los delincuentes. En el otro, 80. Nos quedamos con el más grande…
Wolf. Performance Ammunition 7.62 x 39. Cajas de balas para fusiles. Todas vacías. En los asientos de muchas camionetas hay fornituras, cartuchos útiles. Cartuchos usados. Hay trocas blindadas. “Son las de los jefes”, explica el guía improvisado. Otras no: son las que peor quedaron por los estragos de las batallas. En prácticamente todas hay ropa con dibujos camuflados, pasta de dientes, desodorantes, protectores solares, latas de comida, botellas de agua y refrescos vacías, empaques de teléfonos móviles, audífonos, discos de música grupera. “Es que viven ahí, en las brechas, escoltando cargamentos”, instruye el hombre.
Avanzamos por los pasillos, entre las camionetas estoqueadas de muerte, y el tipo señala a un lado y otro narrando las historias de las más perforadas. Y de las más letales también, como esa pick up tatemada a la que le adaptaron un soporte para que un artillero hiciera uso de una ametralladora. Se sabe los nombres de los sicarios, sus bandas, sus pecados, sus heridas.
—El otro día, cuando llegué por otra camioneta, estaba un bato partido a la mitad por las ametralladoras. Era (…). Nos tocan ver cosas horribles, señor…
—¿Y no le da miedo estar aquí?
—Me dan más miedo ellos vivos. Un jefe (…), que salió vivo por el blindaje, mire, de esa de allá, vino y me dijo que se la guarde, que no le mueva ni el polvo. La quiere guardar de trofeo…
Va anocheciendo. Sopla el viento que empieza a ser frío. El hombre se despide:
—Aquí no hay ningún honrado, oiga. Aquí quedó pura gente involucrada en drogas, armas o dinero…
Los cementerios de las narcocamionetas del desierto…
Fuente: El blog del narco
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