Esta es la historia de Mario, un padrote que operó en La Merced a sus anchas con la complicidad de la policía. Un día, la suerte se acabó y tras 12 años preso pide perdón
Anota bien mi nombre. Fíjate bien en mi rostro. Si me ves en la calle, reconóceme. No escondo mis datos ni mi cara. Me paro de frente porque vengo a ofrecer disculpas y a contar cómo logré, con complicidad de las autoridades del Distrito Federal, amasar una fortuna esclavizando mujeres. Me llamo Mario Hidalgo Garfias —puedes “googlearme” para saber más de mí— y fui tratante, secuestrador y corruptor de autoridades. Hoy busco trabajo honrado y después de leer este texto tú decidirás si merezco una segunda oportunidad o no. Anota bien. Fíjate bien.
El club de los padrotes de Limón 7
Mario tiene 12 tatuajes en el cuerpo, pero hay uno que resalta entre los cráneos y los escorpiones que se pintó en la piel: en el antebrazo izquierdo tiene el dibujo de una mujer arrodillada, amordazada, lista para ser violada. Ahora usa playeras de manga larga para cubrirlo porque asegura que se avergüenza, pero cuando era un temido padrote esa “tinta” era su orgullo. Una especie de tarjeta de presentación que antecedía al hombre de unos 160 centímetros de alto, robusto, moreno, de manos toscas.
Nació en la colonia Obrera, del DF, en 1978, pero huyó de su barrio a los 17 años porque su jefe, un comerciante ambulante , lo quería matar por robarle tres relojes. Cuando se enteró que su vida estaba en peligro, un taxista al que tenía confianza lo mandó con Javier, un padrote que ofrecía comida y techo a quien mantuviera limpio su prostíbulo.
Antes de ser mayor de edad, se convirtió en inquilino de la casa de Limón 7, en el corredor sexual de San Simón, en La Merced. Aprendió a levantarse al amanecer para asear los 12 cuartuchos de la casa donde se ofrecían servicios sexuales. Limpiaba las cortinas que separaban las habitaciones, barría el piso, sacudía los catres y ponía en cada cubículo una cubeta con un poco de agua, trozos de papel higiénico y un condón. Antes de las ocho de la mañana, cuando abría la casa para recibir a los primeros clientes, debía mezclar azúcar, canela, orines y amoniaco, la pócima que derramaba en el umbral para que, según Javier, hubiera buenas entradas.
Cada chica que llegaba hasta Limón, de entre 15 y 40 años, sabía que debía tener entre 40 y 50 relaciones sexuales diarias. Cuando cerraba la casa, a las nueve de la noche, toda la ganancia se entregaba a Javier, quien apartaba un tanto para la dueña del predio, doña Socorro, otro tanto para él y otro para los padrotes de las mujeres. Ellas sólo ganaban 100 pesos diarios.
“Cuando hablo de mi patrona, la dueña de la casa, te estoy hablando de alguien importante”, precisa Mario cuando recuerda a doña Socorro, quien formaba una dupla de horror con su esposo, el célebre Lázaro, El Zacatero, el comerciante que atribuía su fortuna a su local de estropajos, aunque sus vecinos sabían que era dueño del hotel El Avión, que se derrumbó por el terremoto de 1985 y que, de acuerdo con los dichos del barrio, entre sus escombros se encontraron los cadáveres de jovencitas y bebés que estaban secuestrados como esclavos sexuales.
De la opulenta doña Socorro aprendió que si quería el dinero y respeto que tenía su mentora, había que trabajar en coordinación con autoridades del DF, así que cuando se cansó de ser conserje y tampoco le bastó ser vigilante de sexoservidoras, a los 20 años Mario engañó a su primera víctima, con la mentira de que su mamá estaba enferma y necesitaba que ella se prostituyera y entregara las ganancias para pagar las cuentas médicas. Con ella, entró al “club” de los padrotes de Limón 7 y conoció de primera mano las transacciones para que los encargados de justicia en la capital se pusieran a sus pies.
Cambian servidores, pero no la ambición
Mario no cree que las cosas hayan cambiado mucho desde entonces. Piensa que los mismos puestos corruptibles del pasado son los de hoy y serán los de mañana, porque cambia el servidor público, pero no la ambición por dinero. En el año 2000, recuerda, Limón 7 representaba 50 mil pesos mensuales a servidores públicos de la Procuraduría General de Justicia del DF que trabajaban en el Ministerio Público, ubicado en San Ciprián 59, en la delegación Venustiano Carranza, a mil 200 metros de la sede delegacional. El encargado de recibir el dinero de las manos de doña Socorro era el comandante Marco Lino o Marcolino, quien repartía el soborno entre su círculo cercano y a cambio permitía a los patrulleros de la zona que “padrotearan” mujeres para generar sus propios ingresos extra.
“Esa es la agencia que protege a los padrotes (…) Ellos avisaban que iba a haber operativo, los encargados nos fugábamos y desde lejos checábamos a las mujeres. Si algún policía molestaba a los clientes, sólo hablábamos por teléfono a la patrona. O simplemente les decíamos ‘trabajamos para tu comandante’ y se iban (…) Los mismos patrulleros tienen sus chicas. ¿Por qué no se denuncia?, ¿a quién? Si las autoridades son las primeras que dan el brazo a torcer. Estaban a nuestro servicio”, señala.
Una cantidad similar se entregaba puntualmente, cada 30 días, en la delegación. Como La Merced es una zona que abarca dos demarcaciones, unos padrotes pagaban en la Cuauhtémoc y otros, como los “limoneros”, en la Venustiano Carranza.
La mejor época de Mario ocurrió entre 2001 y 2003, al tiempo que en la jefatura delegacional de Venustiano Carranza la despachaba Héctor Serrano, el ex secretario de Gobierno de Miguel Ángel Mancera y hoy titular de la Secretaría de Movilidad. “La jefatura delegacional… yo creo que todos ven eso como algo normal. Para esa delegación es normal. Todos, todos en la delegación piden y obtienen dinero. To-dos”.
Con el Ministerio Público y la delegación en la nómina, Mario recibía —además de avisos de operativos y patrulleros a su servicio— permiso para quitar por su propia cuenta los sellos de las cinco veces que clausuraron el predio. Así, Mario pudo comprar casas, joyas, autos de lujo como un Mustang rojo y sostener su adicción a la cocaína. Era tanta su ganancia que convenció a sus hermanos, Enrique y Alfredo, y a su mamá, La Mami, de entrar al negocio; ellos como enganchadores y ella como cuidadora de sus víctimas. El soborno era un pequeña “inversión” para él, pues ganaba 12 mil pesos diarios.
“De todo lo que ganaban, yo no les daba un peso. Todo se los quitaba. Eran maltratadas por mí. No les permitía ir a su casa aunque tuvieran hijos o familia. Engañándolas a unas, a otras enamorándolas…”, susurra.
“¿Secuestraste a alguna?”, pregunto y toma aire para que no se le quiebre la voz. “[Sí, asiente] De todas las que tuve, sólo una trabajó conmigo por la fuerza [las demás lo hicieron porque las enamoré]”, admite el hombre que tuvo mujeres “paradas” en el Callejón de Manzanares, San Pablo, Circunvalación y La Soledad, entre otros. “La verdad, por lo que sé, esto no ha cambiado mucho. Esa complicidad, en esos lugares, sigue presente”.
El camino a la cárcel
El negocio se fue al carajo por un error de novato que cometió su hermano. El 3 de julio de 2003, el hermano mayor de Mario llegó a la casa familiar —que también era una vivienda de seguridad para “sus” novias— en Ciudad Nezahualcóyotl, Estado de México, con una menor de edad que había enganchado cerca de La Merced. Cuando él y Mario le preguntaron sus datos, el veterano descubrió con angustia que se trataba de la chica de un patrullero de la zona. Una falta imperdonable que podía acabar con los limoneros.
“O mañana nos matan o nos agarra la policía”, pensó, y aunque “devolvió” a la niña con su familia la misma noche del enganche, el daño estaba hecho. A la mañana siguiente, cuando fue al barrio a dejar a una de sus muchachas cerca del Callejón de Manzanares, encontró que la única calle que le permitía entrar y salir con rapidez del barrio estaba bloqueada con una camioneta con llantas ponchadas. Presintió la muerte tan cerca como la tuvo a los 17 años y quiso dar marcha en reversa, pero dos patrulleros con rostros familiares lo encañonaron junto con un acompañante, Raúl Ocaña, y lo arrestaron en su territorio.
Al llegar a la agencia del Ministerio Público, vio a los policías, que trabajan para él, darle la espalda. Asegura que varios de ellos lo torturaron en los separos. Desde su celda vio llegar con las manos esposadas a sus hermanos y a su mamá, por lo que supo que habían hallado en la casa del Edomex a las víctimas que, según las notas de prensa de entonces, tenían entre 12 y 16 años. También le encontraron cuatro credenciales de votar apócrifas y 10 actas de nacimiento falsas para hacerlas pasar por mayores de edad. Ante el temor de que martirizaran a su familia, aceptó su culpabilidad.
“¡Mírate nomás, Mario! ¡El que te ‘puso’ fue tu comandante Marcolino!”, se burlaron de él. Al día siguiente, el gobierno del DF emitió un comunicado de prensa presumiendo el arresto como consecuencia de una denuncia ciudadana. “La verdad, fue una traición entre socios”, desmiente Mario.
El 6 de julio de ese año se abrió el proceso penal 141/03 en su contra y el 31 de diciembre fue sentenciado, junto con su hermano y mamá, a 18 años, 10 meses y 15 días en prisión. Ellos al Reclusorio Oriente; ella a la prisión femenil de Tepepan. Al final, Mario, al igual que sus familiares, sólo cumplió 11 años y 11 meses en la cárcel, porque sus abogados lograron la reducción de la pena gracias a que entonces no existía el tipo penal para trata de personas. Hoy, por el mismo delito, la actual ley permite que los jueces den hasta 40 años de prisión sin posibilidad de reducción de pena.
“Allá adentro me arrepentí de todo el daño que hice. Si algún día podemos remediar todo esto, le dije a mi hermano, hay que hacerlo”. Por eso, esta mañana está contando su historia.
La búsqueda de un nuevo camino
Mario salió hace cuatro meses de prisión. Tiene 37 años y no luce como el hombre atemorizante que acusaron sus víctimas. Frente a mí, parece taciturno, callado, preocupado. Su defensa legal y la traición de los policías dejó a su familia sin dinero. La mañana que conversamos, confiesa, apenas tiene para comer.
“Vine a cumplir mi promesa. Quiero reparar el daño, pedir perdón a todas las muchachas. Quiero dar mi testimonio porque quiero dar conferencias, hablar con los jóvenes para que no caigan en manos de gente como la que fui.
“Lo más difícil ha sido encontrar trabajo. Todos piden antecedentes no penales y no puedo… mi economía está muy difícil. Las ofertas que me han hecho son volver a La Merced, porque sé cómo está el trabajo, cuidar martes, miércoles y jueves a prostitutas. No quiero eso, quiero alejarme de eso”, afirma.
Hoy, asegura Mario, está sobrio y libre de drogas. Sabe que, a la vista de todos, Limón 7 está cerrado, pero que, a través de unas loncherías contiguas, el prostíbulo sigue con vida. O será a través de un túnel, como sucedía cuando él era padrote. Y que lo hace con la complicidad de autoridades, muy posiblemente en los mismos puestos que él corrompió.
“Yo vengo a ofrecer lo que sé y a ganarme el perdón de la gente”, explica.
Anota bien mi nombre
Anota bien mi nombre. Fíjate bien en mi rostro. No oculto nada, porque es una garantía para mí y para ti. Si mañana recurro al crimen, orillado por el hambre, será muy difícil que me acepten porque ya me comprometí a trabajar del otro lado. Me llamo Mario Hidalgo Garfias —puedes “googlearme” para saber más de mí— y fui tratante, secuestrador y corruptor de autoridades. Hoy busco trabajo honrado y después de leer este texto ya puedes decidir si merezco una segunda oportunidad o no. Quiero ser chofer o cocinero. Si me ves en la calle, reconóceme, ¿me contratarías?
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