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El "consolador" femenino lo inventó un doctor por error


Mire, señora, estoy cansado, túmbese ahí que voy a enchufarle esto ahí abajo.

Más o menos esta frase podría haber sido pronunciada por el doctor Mortimer Granville en 1883. El año en que inventó el vibrador femenino.

Decenas de mujeres acudían a su consulta quejándose de trastornos motores, sensoriales o sensitivos. Le dejaban la muñeca y el brazo entumecidos. Al diagnosticarles de histeria femenina, el doctor Granville tenía que recurrir al remedio más habitual para curar este mal: la masturbación.

Y todo porque los hombres se empeñaron durante siglos en atribuir ciertos desórdenes psicológicos del grupo de las neurosis a un solo órgano: el útero.


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Historia de la histeria

Histeria viene del francés "hystérie", que a su vez viene del griego " ὑστέρα". O sea, útero. Empezamos bien.

Ya Hipócrates y Platón pensaban –ojo– que el útero es un órgano móvil que deambula dentro del cuerpo de la mujer y que, al llegar al pecho de esta, origina sofocos o convulsiones.

También que tapaba entradas de aire. Uno de los remedios recomendados era quedarse embarazada para devolver al útero a su única función: procrear.

La histeria femenina se atribuyó en origen a la creencia de que el útero se movía dentro del cuerpo
Un animal dentro de otro animal. Eso es lo que se dijo que era el útero. "El mal de la viuda" era otro de los nombres con el que se conocían vértigos, pérdidas de habla, vómitos, jaquecas y taquicardias sufridas por mujeres.

Siglos después, llegó la Inquisición con otra explicación científica bajo el brazo: el demonio tenía especial predilección por poseer los cuerpos de las siempre inestables mujeres, que se convertían así en un peligro social.

Se consideraba que había un animal (la histeria) dentro de otro animal (la mujer)
Los médicos seguían con su peregrina explicación, y desde el Renacimiento se intentaron otros métodos como colocar olores agradables cerca de la vagina. Así, creían, el útero abandonaría la parte superior del cuerpo de la mujer, atraído por los perfumes que llegaban desde la entrepierna.

Prosigue el tiempo y los avances, con aportaciones destacadas como cabalgar por el bosque montada del revés en un caballo o hidroterapia con chorros estratégicamente dirigidos para intentar aliviar este gran mal femenino.

A finales del siglo XIX, la masturbación hasta el orgasmo era el remedio más habitual contra la histeria
Y llegamos así a la época victoriana, en la que desmayos, insomnio, nerviosismo, espamos musculares, excesivo deseo sexual o falta de deseo sexual (da lo mismo) eran "diagnosticados" como histeria. El doctor George Taylor andaba diciendo en 1859 que una cuarta parte de las mujeres de Londres sufrían de histeria.

¿Cuál es el remedio, doctor? Pues un masaje pélvico que inducía a las pacientes a un "paroxismo histérico". Sí: una masturbación hasta el orgasmo.


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Los hombres que no conocían a las mujeres

Aquello no era precisamente una escena de peli porno. La mujer se aliviaba –suponemos que más por causas mecánicas que por apetito sexual– y el doctor decía "vístase y a ver si le dura un par de días la tranquilidad".

Todavía se desconocía el orgasmo sexual fuera del coito y en la sala de espera otras histéricas aguardaban su turno.

Harto de su repetitivo y cansado trabajo manual, Granville ideó un vibrador electromécanico con fines terapéuticos. Estaba conectado a un inmenso generador y pensado únicamente para consultas médicas.

En aquella encorsetada Inglaterra, muchas mujeres ricas acabaron comprando las mágicas máquinas para poder tenerlas en su habitación.

El doctor Granville había triunfado: se había quitado trabajo de encima y ganado dinero con la patente del vibrador femenino.

Dejar de masturbar a todas aquellas mujeres fue un alivio para el doctor
Al poco tiempo, las sufragistas serían tildadas de histéricas por querer votar y décadas más tarde las feministas contemporáneas adoptarían el vibrador como símbolo de autonomía femenina.

Pero la histeria femenina no ha sido solo un invento simplista de los hombres. Como negocio médico era fantástico. Ni había remedio con esos delirantes métodos ni las pacientes se morían de eso, así que seguían yendo eternamente a la consulta a soltar dinero.

Y todo además con una guinda muy masculina: la incapacidad que tenemos los tíos para reconocer cuando no tenemos ni idea de algo.
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