Acepté usar una faja aún a pesar de llevar años en el trabajo personal de reconciliarme con mis curvas y de alejarme de los prejuicios que dictan las modas. Esto fue lo que sucedió.
¿Por qué habría de ponerme una faja si llevo años en el trabajo personal de reconciliarme con mis curvas y de alejarme de los prejuicios que dictan las modas en relación a las formas que debe lucir el cuerpo perfecto? Sin mucho margen de resistencia ante una encomienda profesional, accedí.
Saqué de lo profundo de un cajón la única faja que tengo —una bastante amable hay que reconocer. Una de estas que se llevan en el talle y simplemente ayudan a estilizar la figura cuando hay necesidad de enfundarse en un vestido ceñido para una ocasión especial.
Me dí cuenta que hace años no la usaba cuando tuve que hacer un esfuerzo para recordar cómo era que solía entrar en ella: si por abajo o por arriba.
Miré en el espejo mis caderas, tan anchas como siempre y por lógica pensé que lo mejor sería enfundármela por arriba. Fácil no fue. En este caso "lo mejor" se refiere simplemente a lograr el objetivo, pues me queda claro que el paso por la cadera hubiera sido imposible. Pero tengo que confesar que el momento en que me quedé atrapada con ambos brazos arriba, pegados a las orejas, inmovilizados por el poderosísimo elástico de la prenda, me hizo considerar tomar las tijeras más cercanas para escapar del intento.
Después de no poco esfuerzo pude desenrollarla y hacer que quedara colocada efectivamente haciendo lucir mi talle considerablemente más esbelto, enfatizando la línea de mi cintura y lo mejor: acomodando mi postura notablemente.
Encima me puse una falda larga, ceñida a la cintura y una blusa algo más suelta que —si bien no mostraba los efectos de la faja ostensiblemente en relación a mi silueta— de alguna extraña manera sí me hacía sentir que lucía mejor. A este punto tengo que decir que todo el mérito se lo doy a la postura, que ayuda mucho a verse y sentirse más alargada.
Contrario a lo imaginado, las horas del día en que me acompañó la prenda no fueron del todo insufribles.
No, no provoqué miradas morbosas, indeseadas o sorprendidas por la súbita aparición de una silueta nunca antes vista, y tampoco sufrí los movimientos cotidianos: nunca me faltó el aire, ni me incomodó comer o tomar la misma cantidad de agua que cualquier otro día.
Lo más fastidioso: el calor que genera una tela ajustada al cuerpo tantas horas y la necesidad de volver a acomodarla cada tres horas, pues sentada ante una computadora la mayor parte del tiempo la parte inferior termina por ceder a la pancita y vuelve a enrollarse hacia arriba. Sin embargo, al final del día, cuando fui al baño de la oficina con la intención de acomodarla una última vez antes de emprender el camino de regreso a casa, me sorprendió notar que la faja no había vuelto a enrollarse y tuve que admitir que sí encontré una ventaja a su uso al notar que mi espalda se sentía menos cansada que cualquier otro día a esa misma hora hora.
El temido momento de quitármela, llegando a casa, fue mucho menos difícil que el de ponérmela: la agarré por la parte inferior, la jalé hacia arriba y me la desenfundé por la cabeza con mucha más gracia de la esperada.
Respiré y la observé, impasible y diminuta sobre la cómoda de mi vestidor, no parecía haber pasado un día conteniendo mi panza y obligándome, más intransigentemente que ninguna maestra de ballet nunca, a mantener la espalda recta y los hombros abiertos.
Quizá te vuelva a sacar un día de estos, pensé. Y me imaginé cortándola y poniéndole un zipper que hiciera más amable su colocación. Y luego caí en cuenta de que un zipper sería muy notorio a través de la tela ajustada de cualquier vestido o blusa que me pusiera sobre ella.
-"Pero si a mí ni siquiera me gusta usar ropa ajustada", pensé al volverla a guardar en lo más recóndito del último cajón de la cómoda (como a esas amigas a las que ves poco y les tienes un cariño que, lo sabes bien, sólo aumenta a la distancia.)
Fuente: Univision
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