Desde que Felipe Calderón se encaramó en la silla presidencial puso en marcha su guerra contra el narcotráfico.
Con la finalidad de legitimar su gobierno y limpiar la fraudulenta manera en la cual había llegado a Los Pinos. Las terribles consecuencias de su cruzada contra el crimen organizado son de todos sabidas y es casi imposible no conocer a alguien que haya sufrido los estragos de la batalla.
Asimismo, durante el sexenio calderonista los pobres resultados medidos en términos de seguridad, disminución de la violencia y desmantelamiento de células del crimen organizado brillaron por su ausencia; al contrario, de diciembre de 2006 al mismo mes de 2012.
Asistimos a una “carnicería” que tiñó de sangre a cientos de comunidades y a miles de familias, generando con ello el periodo de mayor violencia vivido en México desde los años veinte del siglo pasado.
Con el regreso del Partido Revolucionario Institucional a la presidencia de la República, la “estrategia” contra el crimen organizado no cambió. Hasta la fecha se continúa con el enfoque militar para enfrentar al narcotráfico. Los cambios, en todo caso, los hemos visto solo en el discurso más no en las prácticas. Puro maquillaje discursivo para paliar la dura realidad. Nos hablan de mandos únicos; de Policía Federal protegida contra la infiltración de los criminales; de exámenes de confianza que garantizan la honestidad de los miembros de las fuerzas policiacas; del respeto a los derechos humanos de la población en general; del uso de más inteligencia y menos fuerza para actuar contra los grupos criminales; de un sinnúmero de certificaciones policiacas que en la práctica no se materializan en seguridad para la población. Evidentemente el discurso triunfalista no es suficiente, los cárteles de la droga siguen creciendo; más tardan en detener a un capo que en salir varios para su remplazo. La diversificación de las actividades delictivas supera por mucho la “estrategia” gubernamental para enfrentarlas. Como resultado la inseguridad se ha incrementado y con ella el número de asesinatos violentos que en este sexenio ya pasan los 57 mil.
Si bien, la numeralia del terror producto de la mal llevada y desorganizada lucha contra el crimen organizado inunda páginas enteras de los periódicos, amplios espacios televisivos y radiofónicos, y está presente en la verborrea de la clase gobernante, cuando nos acercamos a pueblos o comunidades pequeñas podemos aprehender claramente la desolación en la que “viven” los de habitantes de esas comunidades. Es el caso de Río Bravo, Tamaulipas, ciudad fronteriza con el estado de Texas, situada en el ombligo de la llamada frontera chica tamaulipeca.
Río Bravo es un claro ejemplo del fracaso de la lucha contra el crimen organizado. Hace dos semanas visité ese lugar donde pasé mis primeros años de vida. Al andar por sus polvosas calles da la impresión de haberse detenido el tiempo. El pueblo se mira desaliñado, la población se observa ensimismada sorprendida por la violencia, aturdida por la pérdida de certeza. Enormes casas han sido abandonadas por sus otrora pudientes propietarios quienes han “decidido” cerrarlas para asegurar su vida allende la frontera. Es evidente la ausencia de un contrato social que garantice mínimamente la convivencia en poco más de cien colonias con profundas diferencias económicas y sociales, así como carencias de algunos servicios básicos. Un día llegaron Los Zetas, La Maña, El Cártel del Golfo y muchos grupos criminales más de diversas denominaciones con la consigna de “matar” al pueblo, y lo lograron.
Hoy, Río Bravo es un pueblo sin ley donde la gente ha cambiado sus hábitos cotidianos para sobrevivir al crimen, la extorsión, los ajustes de cuentas y el maridaje entre autoridades y cárteles de la droga. Los dueños de los negocios grandes o pequeños pagan para abrir cada mañana, “subir la cortina cuesta”. Los empresarios entregan la cuota para no ser secuestrados, “pagan por adelantado su rescate”. “A quien abre un negocio le cae La Maña”, “estamos llenos de mañosos”, son afirmaciones de los ciudadanos que “aceptas” la vida al filo de la navaja. Los “afortunados” huyeron a McAllen, en el vecino estado de Texas, y solo regresan de cuando en cuando a supervisar sus negocios o a saludar a un familiar o un amigo. Las prácticas de supervivencia de la población incluyen un amplio abanico de estrategias: desde cambios sistemáticos en los horarios de actividades, monitorear en redes sociales las zonas conflictivas para alejarse de ellas, reducir los lugares que se frecuentan y las reuniones a las que se asiste; hasta llegar a empresarios que realizan pagos extras para que los soldados del Ejército Mexicano les brinden protección en sus fábricas, empresas y negocios. Los soldados que participan en este “modelo de negocio” reciben su sueldo del gobierno federal y de manera adicional se les paga hasta seis mil pesos al mes por labores “privadas de protección.” En algunos lugares se les montan viviendas colectivas, comedores, áreas de recreo, baños y regaderas para que permanezcan “atrincherados” en las fábricas que protegen las veinticuatro horas del día toda la semana. Cada siete días son rotados los militares destacados en las fábricas. La policía municipal fue desarmada por los Marinos de la Armada de México y las calles son patrulladas por los “poliguachos”, militares quienes han asumido las labores de la policía municipal.
Todo ello ha transformado a Río Bravo en un pueblo sin ley. Es el claro retrato del fracaso de la política calderonista-peñista para derrocar al crimen organizado. El antiguo pueblo agrícola de Río Bravo languidece entre la descomposición social, la violencia y el olvido.
Fuente: El blog del narco
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