El final de Osiel Cárdenas, el ascenso de Los Zetas


Al empezar el siglo el cártel que domina el negocio de drogas prohibidas en Michoacán es el llamado Cártel del Milenio, una suma de dos redes locales.

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La de la familia Valencia, que opera en Michoacán en alianza con el Cártel de Tijuana, de los Arellano Félix, y la banda de los Amezcua, que ha construido discretamente un pequeño emporio de producción de metanfetaminas en el estado vecino de Colima. Osiel se une en Michoacán a una pequeña banda llamada La Empresa.

Que ha roto con el Cártel del Milenio, y se ofrece como aliado en el territorio. El jefe de La Empresa es Carlos Rosales, apodado El Tísico, un guerrerense que al parecer fue un tiempo guardia comunitario, cuyos lugartenientes son Nazario Moreno, El Chayo, un migrante entrenado en el tráfico y la religión durante su estadía en Estados Unidos.

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Y José de Jesús Méndez, El Chango, un traficante de marihuana de Michoacán hacia Reynosa, el Tísico ha tenido un problema personal con Armando Valencia, uno de los jefes del Cártel del Milenio. Su esposa Inés Hernández Oseguera, con quien El Tísico ha tenido un hijo, se ha puesto a vivir con Valencia, a quien le ha dado otro hijo. El Tísico ha roto entonces con el Cártel del Milenio y ha creado La Empresa y ofrecido a Osiel Cárdenas y al Cártel del Golfo una base de entrada a Michoacán.

....Uno de los interrogadores, citado por Grillo, añade un detalle de cotidianidad siniestra. Los nuevos reclutas se mostraban “particularmente aptos para despedazar cadáveres porque muchos miembros de la primera etapa eran carniceros. Los reclutas posteriores trabajaban por lo general en taquerías”.

La Familia Michoacana da el salto cualitativo que sigue al de Los Zetas en la historia reciente del crimen organizado de México. Como Los Zetas, los miembros de La Familia Michoacana son sicarios profesionales, disciplinados, con una estructura paramilitar, y ejercen una captura territorial y expoliadora de su entorno. Pero su captura va más allá de la extracción de rentas. Llega al control político y social. Es la captura no sólo de las rentas, sino de la autoridad, de los gobiernos locales y de la sociedad: la forma más penetrante y compleja que haya alcanzado nunca el crimen organizado en el país. Este salto cualitativo del dominio criminal se da en otros sitios de la República, es parte de la lógica de la guerra contra las drogas. Pero en ningún trayecto es más nítido como en el que va del Cártel del Golfo a Los Zetas a la Familia Michoacana y a la sucesión de ésta, Los Caballeros Templarios.

El dominio de La Familia sobre Michoacán, siempre desafiado por Los Zetas, no deja de producir episodios de violencia sorprendentes. El 15 de septiembre de 2008 alguien hace explotar unas granadas entre la multitud que acude en Morelia a la ceremonia popular del Grito de la Independencia. El hecho es calificado como el primer “acto de narcoterrorismo” de la guerra mexicana contra las drogas. Los Zetas y la Familia se culpan mutuamente del atentado. Cualquiera de los dos pudo haberlo hecho siguiendo el mandato de la costumbre, común a las bandas criminales, de “calentar” las plazas controladas por los adversarios para echar sobre ellos el escándalo, y a continuación la intervención urgida y redoblada del Estado.

Los saltos de violencia de Michoacán bajo el dominio de La Familia Michoacana, y luego de Los Caballeros Templarios, siguen los patrones comunes también a las epidemias de violencia de la guerra contra las drogas. Se producen por captura o muerte de jefes de las bandas o por decomisos de grandes cargamentos que las bandas atribuyen a golpes de sus rivales o a delaciones internas, con la consecuente imposición de escarmientos ejemplares: ejecuciones visibles con cuotas ascendentes de brutalidad y sevicia. Los escarmientos incluyen con frecuencia a policías y soldados que las bandas juzgan cómplices de sus rivales.

La captura del hijo de La Tuta, Luis Servando Gómez, El Pelón, el 28 de enero de 2009, deja tras de sí una ristra de cadáveres que aparecen acompañados de mensajes contra Los Zetas, sugiriendo que éstos han vuelto a Michoacán.El 23 de marzo de ese mismo año el Ejército decomisa 8.5 toneladas de anfetaminas en Apatzingán, con valor de 187 millones de dólares. El 19 de abril siguiente la Policía Federal detiene a 44 miembros de La Familia Michoacana. En mayo y junio siguientes son detenidos 38 funcionarios públicos, entre ellos 12 alcaldes de la Tierra Caliente, como sospechosos de complicidad con la Familia. Finalmente, el 13 de julio es detenido un lugarteniente veterano, Arnoldo Medina Rueda, El Minsa, quien trabajaba con La Familia desde que se llamaba La Empresa. Como represalia a todos estos golpes, Nazario Moreno, El Chayo, ordena la ejecución de 12 policías federales el 13 de julio de 2009. El ejecutor de la emboscada es El Tyson, que gana con eso su promoción a jefe de La Familia Michoacana en Morelia, la capital del estado.

El 10 de diciembre de 2010 la Policía Federal cerca a Nazario Moreno en Apatzingán. Sigue un largo tiroteo después del cual Nazario Moreno, “consciente de que las comunicaciones del cártel están intervenidas, ordena que se difunda la noticia de que ha muerto”. El gobierno da por buena la noticia, que parece tener consecuencias cuando el 24 de enero de 2011, mediante desplegados, mantas y volantes, La Familia Michoacana anuncia su disolución. Se disgrega, dice, “en respuesta a todas las atrocidades, abusos y violaciones que ha venido haciendo la PF contra la sociedad civil de Michoacán”. La disolución no es sino una estrategia para trasvasar las redes de La Familia Michoacana a una nueva organización, Los Caballeros Templarios, que se presenta en sociedad en marzo de 2011 declarando que continuará con “las actividades altruistas que antes realizaba La Familia Michoacana”.

Los Caballeros Templarios conservan y amplían el dominio sobre Michoacán que tuvo La Familia. Lo hacen visible en las elecciones estatales de 2011 con intimidación a actividades proselitistas, bloqueos carreteros para evitar acceso a casillas y un caudal extra de 26 mil votos, totalmente fuera del patrón de votación de la Tierra Caliente, que da el triunfo al candidato del PRI.

Epidemias de violencia en el norte del país, particularmente en Nuevo León, por una nueva etapa de la guerra intestina de las bandas, ahora de Los Zetas contra su organización madre, el Cártel del Golfo, distrae la atención federal de Michoacán y permite la consolidación del dominio de Los Caballeros Templarios en ese extraño clima de estabilización e incluso baja de la violencia que suele darse cuando un grupo criminal tiene dominio cabal sobre un territorio: la pax narca. La guerra contra el narco nos ha enseñado que falta de violencia no quiere decir ausencia de dominio criminal. A veces quiere decir lo contrario: dominio pleno.

La crisis que hace evidente la persistencia de ese dominio aparece en la Tierra Caliente michoacana en 2013. Es lo que propiamente puede describirse como un “levantamiento”, el de los llamados grupos de autodefensa.

Dos líderes del levantamiento, Hipólito Mora de La Ruana y José Mireles de Tepalcatepec, emblematizan en sus razones los polos intolerables de la opresión templaria. La gota que derrama el vaso de la paciencia de Hipólito Mora es que le impiden a su hijo cortar limones en su huerto. La que agota la paciencia de Mireles es la cadena de raptos, violaciones y embarazos de las muchachitas de la secundaria de Tepalcatepec que él atestigua como médico.

Ambas experiencias se dan en el contexto de un aumento de las cuotas y las conductas predatorias de Los Templarios al parecer por un descenso de las rentas venidas del narcotráfico. Escribe Denise Maerker:

En un dato coinciden todos los testimonios. A partir de 2010 se empieza a incrementar la actividad de extorsión de los grupos criminales en la zona. El relato del doctor Mireles refiere que el negocio del tráfico de drogas se les empezó a dificultar y los criminales se volcaron sobre una población indefensa y relativamente rica para extraer recursos y compensar sus pérdidas. ¿Qué fue exactamente lo que pasó? Es difícil decirlo y no tenemos aún información suficiente para concluir en una causa determinada. Surge naturalmente como hipótesis la guerra emprendida por el gobierno de Felipe Calderón contra el tráfico de drogas. Ya sea porque cortó los contactos entre diferentes grupos o porque volvió complicado o imposible el trasiego en un corredor determinado hacia el norte y Estados Unidos. En enero de este año, dentro de los aparatos de seguridad del gobierno, se consideraba que Los Caballeros Templarios acabaron obteniendo sólo el 30% de sus ingresos del tráfico de drogas, lo demás era producto de los secuestros, de la extorsión, de la producción agropecuaria y de la actividad minera.

El levantamiento de los autodefensas de la Tierra Caliente, en buena medida bajo la protección o la tolerancia del Ejército y la Policía Federal, desembocó en una nueva intervención federal en toda forma en Michoacán, a principios de 2014, mediante el nombramiento de un comisionado con amplios poderes que desplazó al gobierno local y arbitró lo que parecia una inminente guerra entre Los Caballeros Templarios y las autodefensas. La intervención, con un un acento menos militar y más político que las anteriores, pareció devolver al estado un horizonte de tranquilidad pública ajena a la lógica de la pax narca.

¿La guerra contra el narco de los últimos años ha sido una guerra fallida o sólo una guerra sangrienta?

Eduardo Guerrero fue el primero en fijar analíticamente, con rigor estadístico, la estrategia de la guerra contra las drogas emprendida en el año 2007 por el gobierno mexicano.

Las líneas de esa estrategia eran que había que golpear a los grandes cárteles, descabezarlos, fragmentarlos en bandas de menor tamaño que dejaran de ser una amenaza para la seguridad nacional y se convirtieran, con el tiempo, sólo en un problema de seguridad pública: bandas quizá más violentas pero de menor capacidad logística y financiera, cuyos crímenes pudieran atenderse en escenarios locales.

Guerrero mostró con rigurosas mediciones que los costos de la estrategia eran particularmente sangrientos, no tanto por el daño directo que la fuerza pública causaba sobre la organizaciones, sino por la dinámica de destrucciòn y autodestrucción que se generaba entre ellas. La captura o la muerte de cada jefe producía un doble efecto violento: el de la lucha interna para suplir al capo caído y el de la ofensiva de las bandas rivales para aprovechar la debilidad de la banda descabezada. Nadie pensó que la sangría fuese tan larga y que pudiera prolongarse en el tiempo tanto como se ha prolongado.

No obstante, con un ajuste de prioridades hecha a partir de 2011, en el sentido de concentrar los esfuerzos de persecución sobre las bandas más violentas, ésta fue la estrategia sostenida. Puede decirse de dicha estrategia que ha costado más sangre de la que nadie previó. Pero quizá no puede decirse que no ha funcionado porque lo previsto por ella es exactamente lo que ha sucedido en estos años. Los grandes cárteles se han visto debilitados por la captura y la eliminación de sus jefes y sicarios mayores y lo que queda de ellos son bandas menores, desplazadas de las grandes ciudades y refugiadas por su mayor parte en ciudades pequeñas y municipios aislados sobre cuya población y territorio ejercen un dominio criminal de delitos cada vez menos vinculados con las rentas del tráfico de drogas y cada vez más con la extorsión, el derecho de piso, el secuestro, el robo y el terror criminal.

A partir del cambio de gobierno federal, en el año 2012, la estrategia de combate al crimen organizado se vio reforzada en la idea de perseguir prioritariamente a los grupos más violentos y completada con una discreta pero efectiva decisión de no perseguir el narcotráfico si éste no altera con sus luchas intestinas la paz pública.

Quizás sea cierto que la estrategia funcionó y que asistimos a las convulsiones finales de la violencia prevista: bandas que pueden ser más peligrosas pero no son más poderosas. Es posible que lo que hemos visto en Michoacán y en Guerrero, en materia de dominio y salvajismo criminal, sean los últimos estertores de una guerra y no el principio revitalizado de otra. El paisaje después de la batalla parece ser un periodo todavía largo de captura criminal en zonas débiles, municipios aislados, ciudades menores y espacios urbanos marginales.

A estas alturas del desarrollo de aquella estrategia es difícil sostener que no se ha librado en México una guerra civil. La pregunta es si esa guerra ha valido la pena y si ha conseguido algo de valor equivalente a la destrucción de vidas y a la expansión criminal que produjo.

La respuesta es, desde luego, negativa. Ha sido una guerra cuyos daños son evidentes y cuyos beneficios es imposible describir.

Los Zetas entran a Michoacán de la mano de La Empresa, pero se toman pronto todo el cuerpo. Establecen su base en Apatzingán, corazón de la Tierrra Caliente, y se despliegan sobre la zona. Es un despliegue particularmente violento que desplaza al Cártel del Milenio, con 100 ejecutados en 18 meses y el control sobre la región, la ruta y el puerto Lázaro Cárdenas ambicionado por Osiel Cárdenas. Las extorsiones crecen como plaga sobre productores de aguacate y limón, muy prósperos en la Tierra Caliente, pero también sobre otros negocios, grandes y pequeños que engrosan “las filas de contribuyentes forzados del impuesto zeta”.

En 2002 matan a Guzmán Decena, con relativa facilidad para tratarse de quien se trata: mientras come en un restaurant de mariscos. Pero Los Zetas siguen, ahora bajo el liderato, más impersonal y temible aún, de Heriberto Lazcano, El Lazca, cuya fama sanguinaria no hace sino crecer.

En 2003 cae preso Osiel Cárdenas en una historia digna a la vez de la tragedia clásica y de una mala novela moderna: una gitana le lee la mano y le dice que alguien cercano habla mal de él. El único cercano que hay en el entorno de Osiel, que vive en eterna fuga, es su valet y amigo Paquito, de quien empieza a sospechar. Cuando Paquito descubre que Osiel sospecha de él, sabe que irremisiblemente lo matará. Se entrega a las autoridades como testigo protegido y les da las claves para detener a Osiel, entre ellas su hábito de hablar todos los días con su familia en Matamoros y los números de los 30 teléfonos celulares que el propio Paquito ha organizado para que su jefe y amigo hable por uno distinto cada día y sea inmune a las intervencions telefónicas.

Al momento de la detención de Osiel Cárdenas, Los Zetas son ya 300. No sólo militares de elite, también sicarios selectos de otras procedencias, pero todos con la disciplina del origen. Máquinas disciplinadas de matar. La prueba de que hay ese nuevo actor mortífero en las guerras del narco llega para los enemigos del Cártel del Golfo en el año de 2004, cuando el Cártel de Sinaloa, luego de un reagrupamiento y algún pacto con el Cártel de Juárez, decide tomar la plaza de Nuevo Laredo para dar inicio a la conquista de Tamaulipas. El jefe del brazo armado del cártel sinaloense, Arturo Beltrán Leyva, recluta pandilleros de la frontera y miembros de los temidos maras salvatruchas para asaltar Nuevo Laredo. En enero de 2004 hay más de 100 asesinatos en la ciudad fronteriza. Más de 600 en todo el estado de Tamaulipas ese año. Casi todos del lado de los invasores.

Los Zetas explican a sus rivales la razón de los muchos cadáveres que aparecen tirados en las calles de Nuevo Laredo. Dejan una manta que dice: “Chapo Guzmán y Arturo Beltrán Leyva. Manden más pendejos como estos para seguirlos matando”. La masacre de Nuevo Laredo deja claro que los temibles sicarios de las guerras previas nada tienen que hacer en la era de Los Zetas. Se trata, dice Guillermo Valdés, de “un verdadero punto de inflexión en la historia de la delincuencia organizada en México: el de organizaciones criminales apoyadas en verdaderas maquinarias para matar”.

La epidemia criminal de Nuevo Laredo produce el primer operativo de ocupacion militar y policiaca de una ciudad: la operación México Seguro, del año 2005, último de la presidencia de Vicente Fox. Será el modelo de intervenciones posteriores, en particular la de Michoacán, de 2007.

En octubre de 2004, en otro escenario, aunque en una vía parelela del conflicto que estallará años más tarde, es detenido Carlos Rosales, El Tísico, jefe de La Empresa michoacana. Sus herederos, Nazario Moreno, El Chayo, y José de Jesús Méndez, El Chango, descubren al subir en la escala que la cuenta de sus negocios con Los Zetas les son desfavorables. El grueso de las rentas criminales va para Tamaulipas o se queda en Los Zetas. En particular parece haber una disputa por las rentas del puerto Lázaro Cárdenas, la verdadera gallina de los huevos de oro de la ocupación de Michoacán. Al liderato de El Chayo Moreno y el Chango Méndez, se ha incorporado en esos años Servando Gómez, La Tuta, profesor normalista cercano a las células del llamado Ejército Popular Revolucionario, un linaje resistente de la guerrilla de los setenta que sobrevive en la montaña de Guerrero y en la Tierra Caliente michoacana.

El Chayo, El Chango y La Tuta diseñan su separación de Los Zetas con singular astucia. A mediados de 2006 formalizan el nacimiento de una nueva organización llamada La Familia Michoacana, cuyo objetivo es expulsar a Los Zetas de la Tierra Caliente. La oferta criminal de La Familia Michoacana es increíble en sus términos y sorprendente en su efectividad: una mezcla de redentorismo social, patriotismo michoacano, exaltación religiosa, autoridad sustituta y terror criminal. La resume Eduardo Guerrero:

"Servando Gómez La Tuta consideraba que un elemento clave para el éxito de La Familia Michoacana era construir una relación armónica con las comunidades basada en la cooperación y en una lógica de beneficios mutuos, sin terror ni amenazas. Nazario Moreno fue especialmente receptivo a las ideas de La Tuta, a las que les imprimió un carácter evangélico de salvación personal. Justificaron sus acciones bajo la idea de que obedecían a una moral superior. Mediante un discurso que combinaba elementos de reivindicación social, evangelismo y exaltación de la identidad regional, esta nueva organización se presentó en las comunidades de Tierra Caliente como aquella que los liberaría de la opresión de Los Zetas. El elemento clave que permitió a La Familia Michoacana contar con una base social fue su capacidad para distribuir bienes y servicios. Para lograrlo el cártel puso en práctica una estrategia novedosa, pues además de construir una amplia red de vínculos con la policía municipal, extendió su presencia en las áreas de desarrollo social y obra pública de los ayuntamientos. De esta forma, las comunidades veían recompensada su colaboración mediante la construcción de un hospital, la pavimentación de una calle o el acceso a agua potable y a La Familia le permitió presentarse como una “autoridad” más eficaz para responder a las demandas sociales que el mismo gobierno."

En su primera aparición pública, el 6 de septiembre de 2006, La Familia Michoacana arroja seis cabezas cortadas en una pista de baile de Uruapan. Su mensaje adjunto dice: “La Familia no mata por dinero, no mata mujeres, no mata inocentes, muere quien debe morir, sépalo toda la gente. Esto es Justicia Divina”. Días después explican que su organizaciòn está formada por trabajadores de Tierra Caliente y que su objetivo es terminar con la opresión criminal.

En los siguientes meses la feria de ejecuciones de la guerra de La Familia Michoacana y Los Zetas sacude al estado. Éste es el litigio de sangre que decide la intervención del presidente Felipe Calderón en Michoacán, en los primeros días del año de 2007, el primer paso de lo que será un proceso sostenido de intervenciones militares y policiacas en gran escala para contener el crimen organizado durante todo el gobierno de Calderón (2006-2012) y hasta ahora.

La intervención militar en Michoacán tiene el efecto buscado de contener la espiral de homicidios pero el efecto no buscado de golpear más a Los Zetas que a La Familia Michoacana, dejando a ésta quedarse con el campo y garantizar, con su propio ejercicio de captura del territorio, cierta estabilización de la violencia, incluso cierto clima de tranquilidad pública, en el contexto de un más amplio dominio criminal.

Durante los siguientes años, hasta la rebelión de las llamadas autodefensas de la Tierra Caliente en el año 2013, la Familia ejercerá sobre Michoacán el modelo Zeta de control y expoliación territorial, pero con una dimensión completamente nueva en la guerra del narco, la del control político y la solidaridad social del territorio. En 2009 algunos miembros de la organización dicen ser nueve mil hombres armados, todos con adoctrinamiento religioso en la funambulesca religión inventada por Nazario Moreno y resumida en su libro Pensamientos. Muchos de cuyos pasajes, dice Ioan Grillo, que lo ha tenido en sus manos, “tienen ese estilo de autoayuda evangélica que puede oírse en sermones que se pronuncian desde Mississippi hasta Río de Janeiro”. Por ejemplo:

Le pedí a Dios fuerza, y me dio dificultades para hacerme fuerte. Pedí sabiduría, y me dio problemas para resolver. Pedí prosperidad, y me dio cerebro y músculo para trabajar.

A plata y plomo, dice Eduardo Guerrero, la Familia se hace de lealtades en todos los ayuntamientos. Si el funcionario no accede a colaborar a cambio de una cuota o se descubre que trabaja para Los Zetas o el Cártel del Milenio, es eliminado. Sólo en 2006 son “ejecutados en Tierra Caliente un total de cinco directores y un subdirector de seguridad pública municipal, un comandante y siete policías municipales, presumiblemente por no alinearse con La Familia Michoacana”. El control llega a ser tan efectivo que Servando Gómez, La Tuta, puede hacer una asamblea de presidentes municipales para no tener que hablar uno por uno con ellos. Les dice que todos deben pagar “diezmo”, es decir, un porcentaje fijo de la nómina municipal y otro tanto del destinado a obras públicas.

Rafael García, presidente municipal de Coalcomán, describe la captura de esos años:

"Cuando yo ingresé a la administración, el primer mes de enero, tuvimos una reunión en Las Bateas, en Apatzingán. Ahí se nos dijo que finalmente les teníamos que dar el diezmo de lo que era del ramo de obras, y aparte de lo que se consiguiera, ya fuera obra convenida u obra federal. No había necesidad de que nos dijeran los vamos a matar, vamos a secuestrarlos, era por demás. Mientras estuviéramos pagando no había amenaza, todos felices y contentos. La policía municipal nos la tenían sometida, yo no mandaba. A mí me mandaban a través de los comandantes de la policía municipal. Es una gran presión sobre todo de la población, con la gente que tú te comprometiste de que vas a hacer obra y programas sociales y no poder hacerlo. Es que tú estás metido, estás coludido pero ¿yo qué hago? El que se atrevió a ponerles el dedo ya no está aquí."

El dominio sobre la economía local y sus rentas es efectivo también. A semejanza de lo que hace con los alcaldes, La Tuta puede convocar a una asamblea de productores de aguacate, limón o ganado para fijarles las cuotas que van a pagar por sus huertos y ranchos. Más tarde tendrán el control directo de los huertos y dirán cuánto y cuándo puede cosechar cada quien.

La Familia Michoacana y luego Los Caballeros Templarios, alcanzan también un grado de solidaridad social y de respaldo a sus métodos sin antecedentes en otras organizaciones criminales, entre otras cosas garantizando la seguridad, ejerciendo funciones de policía y protección contra otras bandas, en particular Los Zetas. Es el momento culminante de lo que se ha llamado la pax narca: ser los criminales más eficaces y confiables que la autoridad en materia de seguridad pública.

Fátima Monterrosa, reportera del programa noticioso Punto de partida, tuvo una experiencia directa de este fenómeno una noche de agosto de 2013, en Tumbiscatío.

"En la madrugada tocaron a su puerta y era Servando Gómez, La Tuta, líder de Los Templarios. Le dijo que quería hablar, darle una entrevista. A la mañana siguiente, a plena luz del día y con la gente reunida, se presentó La Tuta en la plaza central de Tumbiscatío. Quería que lo grabáramos, que fuéramos testigos de cómo lo recibía la gente. Una niña se apresuró a besarle la mano, lo llamó padrino. La Tuta, con una pistola al cinto con incrustaciones de metales y piedras, saludaba y ordenaba. Las mujeres competían por ganar su atención, pedían dinero, favores, lo halagaban. La presencia de la cámara no las disuadió."

En el entorno de la pax narca las fuerzas federales que actuaban en Michoacán terminaron siendo vistas como “fuerzas de ocupación”, en parte, dice Denise Maerker, porque el enfoque general de la intervención policiaca y militar se planteó en términos tajantes de buenos y malos, de federación contra estado, de delincuentes y sospechosos locales contra incontaminados miembros de las fuerzas federales.Sigue Denise Maerker:

"Plantearse el problema del crimen organizado y de su arraigo en Tierra Caliente como un asunto de buenos contra malos fue uno de los errores del gobierno de Felipe Calderón. Vistos desde afuera, sin un conocimiento de la zona y de su historia, todos los habitantes de la región podían entrar en la definición de malos."

De la Tierra Caliente michoacana ha escrito el historiador Luis Gonzalez y González que es un “infierno fértil” donde la gente sabe “matar y morir sin aspaviento”. Es una de las zonas frágiles, indomesticables de México, refugio histórico de guerrillas y delincuentes desde la Independencia.

No obstante su identificación con el entorno, en muchos sentidos su condición de pez en el agua, La Familia Michoacana y luego Los Caballeros Templarios, son ante todo una organización criminal. Su estructura organizativa, como se ha dicho, procede de Los Zetas, pero ellos añaden a la brutalidad Zeta su propia dimensión feroz. Más que elocuente al respecto es el testimonio de un instructor de reclutas de La Familia llamado Miguel Ortiz, El Tyson, detenido en 2010. El Tyson cuenta a sus interrogadores que una noche, en un monte próximo a la ciudad de Morelia, le reunieron a 40 reclutas de La Familia para que los entrenara como sicarios. Junto con los reclutas le llevaron unos prisioneros zetas. “Los pusimos a que los mataran, los degollaran, los destazaran”, dice El Tyson, para que fueran “perdiendo el miedo a cortar una pierna, un brazo”.

"Usamos un cuchillo de carnicero de unos treinta centímetros, un machetito… No es fácil porque hay que cortar el hueso y todo, pero se busca que sufran para que pierdan el miedo a ver sangre. [En descuartizar una víctima tardan] aproximadamente diez minutos. Es mucho, puede durar mucho menos, pero ahí se van poniendo a prueba los muchachos, para que no se pongan nerviosos. Aproximadamente duran diez minutos. [Yo tardo] tres, cuatro minutos”.....

Fuente: El blog del narco
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